martes, 25 de mayo de 2010

QUEJAS

Todo el mundo se queja de todo y parece que nadie está satisfecho. Se quejan de hoy, de ayer y de mañana, de lo que son, de lo que fueron y de lo que podrían haber sido. Ahora está de moda quejarse de Néstor y de Cristina, pero antes se quejaron de Duahlde, de De la Rua, Menem y Alfonsín. Yo, me quejé de todos ellos. Los odié y los odio a todos. Me refiero a todos los políticos, a la política en general, en sí misma. El sistema político es simplemente un gran entramado de corrupción. A los políticos les importan dos cosas: el poder y el dinero. ¿La gente? No, para ellos la gente está de más. Somos un montón de polvo que se les mete en los ojos, las orejas y el ojete. Somos la baldosa floja que les mancha el pantalón, el grano en la nariz, el dolor de muela. Los molestamos, los fatigamos. Sin embargo, ellos también se acostumbran a tener un dedo en el culo todo el tiempo y finalmente nos ignoran, se acostumbran a la uña encarnada y así, nos cagan. Los militares se quejaron de la libertad y los montoneros también, y Perón se quejaba de los montoneros que al final también se quejaban de Perón y al final todos nos quejamos de los militares, porque cuando no hay libertad no hay nada, y todo es más oscuro, chato y mogoloide. Pero ¿adónde va un país que no para de quejarse? Si todos nos quejamos ¿quién toma nota de las quejas? ¿quién lee el libro de quejas y dice “a la mierda, hay que hacer algo con este quilombo”? Nadie hace nada. Y eso pasa porque cuando se deja crecer al fuego, lo único que se puede hacer, es quedarse parado observando como el fuego se lo traga todo. No sé ustedes, pero yo desde hace un tiempo siento el calor quemándome los huevos. Quizás sea una infección urinaria, pero creo que no. No hay bomberos, ni voluntarios. Mi viejo se quejaba de los peronistas y de los radicales y vivía deslumbrado por los sindicalistas, y mi vieja se quejaba y le decía “pero vos sos boludo, tenés una fábrica y te gustan los sindicalistas” y mi viejo se reía y le decía “calmate”. Pero al final, los sindicatos lo cagaron, cuando estaba enfermo, en otro mundo mejor, dentro de este basurero. Nunca se quejó de lo inexorable, del sufrimiento, la agonía y la muerte. Una tarde me llamó y cuando me senté en la cama me dijo “no la dejés sola a tu mamá, sé bueno”, después le levanté las piernas y le hice unos masajes en esa habitación inundada del olor a uvas de un medicamento violeta. Eso fue en el 86, cuando la gente comenzaba a quejarse otra vez, después de desenmascarar a la esperanza que ya estaba ajada y corroída. Ese año me quejé de la muerte, de la apendicitis aguda, y de cómo ella me abandonó. Pero en diciembre, comenzaron a quejarse los vecinos, cuando me compré la batería. Todas las tardes nos juntábamos en el living a ensayar con los chicos, hasta que el consorcio nos llamó a silencio. ¿Pero saben qué? El silencio no existe y siempre hay un lugar en el que uno puede hacerse escuchar.

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