sábado, 23 de enero de 2010

AILEEN

En otro siglo, una noche, me enamoré de una puta. Se llamaba Aileen (un buen nombre para una puta) y hasta llegué a componerle una canción que en un momento decía “Aileen, Aileen, Aileen, quiero más que tu sexo”. Una boludez de enamorado, pero que en su momento me pareció una genialidad. Obviamente, nunca llegué a cantársela. No me veía en medio del puterío, con una toallita atada a la cintura y una guitarra colgada al hombro, cantándole una serenata. Además, en aquel tugurio siempre había canas gordos y feos, enemigos por naturaleza del amor, la música y cualquier otro tipo de sensiblería, con lo cuál, lo más probable fuera que terminara encerrado con el diapasón de mi instrumento atravesado en el ojete. Y seguramente de ahí, no me iba a sacar ninguna puta conmovida.

Pero la cuestión es que la puta esta estaba divina. Era toda chiquitita. Su carita, tus tetitas, su culito, todo en ella era tan delicado, que te daba pudor echarle un polvo por miedo a romperla, a quebrarla. Así que nos acostamos, nos toqueteamos un poco y yo no podía dejar de pensar en lo hermosa que era aquella pequeña trola, suave como la seda. Caí en la típica misión humanitaria y le pregunté “¿porqué hacés esto?”, “vos podrías cambiar tu vida”, “mirá lo linda que sos” “¿alguna vez buscaste trabajo de otra cosa?”, hasta que, con la precisión de un misil la escuché decir “¿y, qué vas a hacer, se acaba el tiempo?”. Y sí, ¿qué otra cosa podía decirme ella? Esclavita sexual con el corazón extirpado. Geisha subdesarrollada con vocación de servicio. Pero no pude. Así que le contesté “nada, haceme una paja y listo”, “¿estás seguro?” me preguntó, “sí” le reconfirmé. Y me pajeó muy despacito, como pajean las putas con experiencia, bien aprendidas, sin apuro. Y mientras me pajeaba yo la miraba como se mira a un milagro, su diminuto cuerpo junto mi gigantez, con sus curvas perfectas y su piel oscura contrastando con mi blanca palidez. La acaricié con la intención de transmitirle algo a través de mis manos y cada tanto la apretaba a mi pecho para sentir el suyo. Quise decirle que la quería y que estaba dispuesto a rescatarla de esa vida decadente, triste y prófuga de cualquier tipo de virtud. Sin embargo, no le dije nada especial, y fui ordinario como los policías gordos que esperaban del otro lado de la puerta. Cerré los ojos y acabé sobre la estrechez de su pancita plana. Un chorro violento y espeso que me hizo arder como si hubiera expulsado un hilo de lava. “Uy, bebé” me dijo y me alcanzó la toalla.

Y mientras me limpiaba volví a mirarla y le dije “sos muy linda, tenés que salir de esta mierda”, “en eso estoy, no te preocupes, sos muy dulce, ¿vas a volver?” me preguntó.

Le dije que sí, y fui hasta una sala en donde me esperaban mis amigos para jugar un partido al metegol y tomar una cerveza, antes de irnos. Y los tipos iban y venían mientras yo trataba de adivinar cuáles eran los que se iban a encamar con mi Aileen. “¡Ché boludo, te vas a poner las pilas o no querés jugar!”, me gritaron. Los miré, les pedí perdón y clavé los ojos en la chapa verde del campo de juego.

La mañana siguiente, fue cuando agarré la guitarra.

viernes, 22 de enero de 2010

LA SEGUNDA MITAD

Despacio.
Como me gusta
Quiero que te desvistas
Frente al televisor
Así veo tu cuerpo recortado
Entre la trama de la luz celeste
Movéte.
Quebrá tu cintura
Para un lado y para el otro
Apoyá tus manos en la cama
Y perdete en mi mirada.
Inclinada con tus pechos suaves
Asomando entre tu pelo
Incandescente vicio
Petrificado en tus lentos movimientos

Y cuando me acerque a vos

Voy a clavarme en tu espalda
Voy a acabar con tu alma
Voy a escarbar tus entrañas
Como un asesino del miedo

Vomitá sobre las sábanas
Tu vergüenza triste y fría
Desgraname en millones de deseos
Y hacé lo que quieras conmigo

Recordá que me dijiste
Que esta segunda mitad
Es lo mejor del camino

PROPENSO

Amanecí el primero de enero
acurrucado en la vereda
Al costado de los pasos
de los que aún quedaban en pie
Sin vos,
soy propenso a estas caídas
Toco fondo de inmediato y sin remedio
Como un ancla que se hunde,
en arenas movedizas

Cadáveres enroscados
Indescifrables recuerdos
Amigos que se olvidaron
De nuestra nueva amistad
Todo lo viejo es eterno
Todo lo eterno sos vos
Y los velos que se corren
Y las risas que se apagan
Como el humo de mil fuegos
Como dos corazones muertos

miércoles, 20 de enero de 2010

EROSION

Nos quedamos ahí sentados mirando la tele, cambiando de canal, sin decir demasiado. Comentarios, para pasar el tiempo. Y el tiempo pasa lento cuando no hay mucho que decir. Las ventanas cerradas y el departamento prácticamente a oscuras, repleto de esa ansiedad contenida que suele apoderarse de las personas antes de cada viaje. Un par de valijas y bolsos esperaban pegados a la puerta, como garantía contra un posible olvido. Nunca estoy conforme con lo que llevo en las valijas. Siempre escatimo, creyendo que tal o cual camisa es demasiado nueva o demasiado vieja, o sosteniendo que ese pantalón ya no me queda tan bien, tan cómodo como antes. Ella en cambio se apodera de todo. Ropa, cremas, secador de pelo, planchita, masajeador a pilas, zapatos, zapatillas, sandalias, relojes, aros, pulseras, y qué se yo cuántas otras cosas que jamás llegará a usar en tan solo 15 días. El remis tarda más de la cuenta y voy al baño a echarme una última meada por las dudas, pero no sale casi nada, así que me quedo ahí mirándome al espejo. Veo mis canas y recuerdo que cuado éramos novios ella me decía “cuando te salgan las canas te ato a la cama”. Y ahí estaban mis canas. Y ahí estaba la cama. ¿Y la soga dónde estaba? Como sea, todo comienza a desvanecerse con el correr de los años. Es como un desgaste, una erosión. Quizás de tanto tocarnos, se nos gasta la piel y cuando no hay piel… Y en ese instante recordé a una vieja novia que para dejarme me regaló un libro de Cortazar, con un poema de un francés escrito de puño y letra en una de las solapas, en donde el tipo explicaba que para que un amor fuese perfecto y eterno, dos personas nunca debían permanecer juntas. Dios sabe si será cierto, pero en ese momento, después de 20 años, ahí estaba yo en el baño, a punto de salir de vacaciones con mi mujer, pero pensando en lo que había escrito aquel francés. Tocaron el timbre. “¡Dale ¿te falta mucho? Llegó el remis, apurate!”

EXTRAÑOS EN EL TIEMPO

Me gustaría creer en lo que ya no creo
Me gustaría, pero ya no puedo
Me acuerdo de tu amor en el 83 y de los viejos amigos,
Todos tan chicos, tan ingenuos
Nos juntábamos en lo de Cone a escuchar “Che pibe, vení, votá”
Y pensábamos que un pedazo del mundo llegaría a ser nuestro
Era como vivir predestinados
Sin lugar para pensar en el fracaso o en la frustración
Brillantes, puros, intactos
Un puñado de nuevos seres, pisando viejas baldosas
Yendo de un lado al otro en medio de aquel carnaval,
De aquella fiesta sin horas
Estudiábamos teatro y cada vez que podíamos
Le hacíamos fuck you al pasado, al temor y a la locura
Las boinas blancas, los actos y las empanadas salteñas de Claudia
En la cocina de Marcelo T, eran un rito
Y gritábamos y discutíamos escuchando las noticias
Maldiciéndonos por ser menores
Teníamos voz, pero no teníamos voto.
Después llegó ese día y la política se lo tragó todo
Insaciable animal desenfrenado
Trituró nuestros sueños y nuestros ideales
Se arrastró, se disfrazó, nos encandiló y nos traicionó
Una y otra vez, descuartizándonos como perros hambrientos
Tu amor, más tarde, resultó ser un juego y los amigos, extraños en el tiempo
Hoy somos hombres y mujeres domados
Desterrados del destierro,
Con corazones más lentos
Con la esperanza escondida
Y la tristeza rugiendo
Me gustaría creer en lo que ya no creo
Me gustaría, pero ya no puedo

MIL CRISTALES

Lo supe todo en un instante,
por tu respiración profunda
y tus ojos vacíos
Intenté desentenderme,
pero hay señales que simplemente
nos atraviesan

No importó la noche y su silencio
ni las palabras que pronunciamos
Un cimbronazo con epicentro en mi pecho
una bofetada a mi orgullo.
Y quise whisky y quise merca
quise meterme de todo, como un suicida inexperto

Pero en cambio, te abracé
y me dejé caer y en el suelo
me deshice en mil cristales
sabiendo que, de reconstruirme
sería capaz de volver a ser uno,
sin embargo, ya nunca sería el mismo

MARFIL Y PIEDRAS PRECIOSAS

Nos sentamos en el balcón, en nuestras nuevas sillas
En nuestra nueva mesa
Y no quisimos nada más, y nos sentimos afortunados
Felices como se sienten aquellos que son felices
Hechos de marfil y piedras preciosas
Nos agarramos de la mano y nos quedamos ahí
En nuestro pequeño reino
En medio de esa noche apenas iluminada
Por las ventanas de aquellos
Que permanecían despiertos
Cada cosa con vos resulta ser la gran cosa
Tu entusiasmo y tus ojos inquietos
Aún logran mantenerme en pie
Me apuntalan
Tal vez no lleguemos muy lejos
Tal vez sea solo esto
Diminutos tesoros
Infinitos momentos

domingo, 17 de enero de 2010

LOS DUEÑOS DE LA NOCHE

Ultimamente, cuando me acuesto, no puedo dormirme
Cierro los ojos y trato de relajarme, sin embargo,
el sueño no llega
Es que me concentro demasiado en mi corazón, y temo
que se detenga en medio de la noche
como esos autos que de repente y sin aviso,
dejan de funcionar
Pero mi cabeza tampoco ayuda
La noche es tan espesa en mi habitación, tan negra
Es casi como una muralla, o una caja hermética
Una dimensión distinta, un universo nuevo
Y cada vez que abro los ojos, allí están ellos,
los dueños de la noche
Con sus caras deformes y sus bocas abiertas
observando la frustración de mi sueño imposible
riendo como una horda de retardados enfurecidos
“Hijos de puta, váyanse”, pienso y suplico
mientras los miro a los ojos tratando de intimidarlos
Estimo que ellos me conocen bien, en detalle
Porque finalmente acabo rendido,
entregándome como en un sacrificio pagano
cansado de ofrecer resistencia
Y supongo que se aprovechan de mi estado de inconciencia
Que me huelen como bestias, que me tocan
Que examinan mis restos aturdidos, que gozan
Me los imagino bailando a mi alrededor
Como chamanes frente a la hoguera
Al ritmo de mi respiración,
Aprovechando cada segundo, enemigos del sol
Haciéndome girar en la cama, bañándome en sudor
¿Será por eso que me despierto tan cansado,
con ganas de seguir durmiendo?
Y los días se hacen interminables y trato de no pensar
Me repito una y otra vez como en la canción de los Rolling, que
“es solo mi imaginación”, pero no logro convencerme hasta los huesos
Porque la noche llega otra vez y otra vez ahí estoy,
Con mi corazón sobresaltado y tenso
Esperando nuevamente que las sombras, me vomiten en la cara

sábado, 16 de enero de 2010

0.80

Nos miramos sin decir una sola palabra. El ahí en la cama impersonal del Hospital Británico y yo parado a su lado. No puede abrazarlo, ni siquiera tocarlo. Solo me quedé mirándolo, como un observador imparcial, involuntario. Cables, agujas y sondas entraban y salían de su cuerpo mientras el respirador le inflaba y desinflaba el pecho en precisos intervalos. Su piel ya no era la que había conocido. Era apenas una fina lámina ajada y agredida, marrón y brillante como un surco dibujado por los huesos que amenazaban con asomar a cada momento. Y todos sabíamos que no le quedaba mucho tiempo. Inclusive lo sabía él, sin embargo, nadie se animaba a decir nada. A veces la muerte tiene eso. Es tan enorme, y se hace tan presente que no deja espacio para nada más. Lo abarca todo. El sol apenas asomaba entre las cortinas y las sombras avanzaban a cada segundo. Después de un rato me fui. Tomé el colectivo y me fui. Sabía que me estaba escapando, pero no podía evitarlo, y cuanto más me alejaba de aquel último lugar, se avivaban los colores y el aire resultaba menos espeso. ¿Qué podría haberle dicho? ¿Qué se dice en esos momentos? Llegué a casa y estuve dando vueltas sin saber qué hacer en realidad. Tan solo dejé pasar el tiempo en forma irreverente, hasta que decidí acostarme. No comida, no música, no radio, no tele. Silencio. Mucho silencio. Y traté de recordar cuáles habían sido las últimas palabras que había pronunciado además del “0.80” y no pude recordarlas claramente. Esa muerte de mierda sabe bien cómo enmudecernos. En algún momento me dormí. A la mañana, bien temprano, a eso de las 7, sonó el teléfono como un grito, como una alarma. Caminé adormecido hasta el living y atendí. Era mi madrina. “Hola”.

- Hola Manu
- ¿Qué hacés Edit?
- Estoy con tu mamá. Falleció tu papá
- Ya voy.

Y corté, y me bañé, y me vestí, y no encendí ni la radio, ni la tele, ni el equipo de música y salí de casa sin desayunar. “0.80” y allá fui otra vez al Hospital Británico, y cuanto más me acercaba a aquel último lugar, se apagaban los colores y el aire se hacía más espeso. ¿Qué podría haberle dicho?, fue lo único que pude pensar durante todo el viaje.

jueves, 14 de enero de 2010

ESTÍMULOS

En comparación con otras mujeres, Cristina no era de las más hermosas, ni de las más feas. Era más bien una mujer promedio. Sin embargo, todo en ella era funcional a un conjunto armónico y extrañamente irresistible del que no fui capaz de mantenerme alejado. Desde el momento en que la conocí, supe que jamás podría permanecer indiferente frente a ella. Su mirada extraviada y sus manos inquietas tenían una historia que contar. Cristina no era un envase vacío, ni un encuentro casual. Algo me decía que ella, era un hecho del destino y la necesidad de conocerla me invadió por completo. Nunca había creído en el amor a primera vista, pero esa tarde supuse que, de existir semejante fenómeno, sin duda sería algo muy parecido a lo que estaba experimentando.

Apenas entré al bar, la vi sentada en la barra y tuve la sensación de que mis ojos estaban naturalmente adaptados para distinguirla entre la multitud. Estaba tomando una cerveza, concentrada en su reflejo, mirándose imperturbable en el espejo como esperando que algo sucediera, delatando su ansiedad únicamente, por un desprolijo y continuo tamborillear de dedos. La música y la gente no lograban afectarla en lo más mínimo y más allá de cruzar un par de palabras con el barman, que evidentemente la conocía, nada ni nadie perecía capaz de arrancarla de su trance. Atraído por la energía de aquella diosa inesperada, me acerqué lentamente y me senté a su lado. Casi sin mirarme y moviendo apenas sus finos labios me dijo “¿podés sentarte en la otra banqueta?, estás muy cerca”. Pretendí no escucharla y ahí me quedé esperando que me atendieran. Pedí una cerveza y me presenté, “soy Martín”.

- Ya sé quién sos. Martín, Carlos, Manuel, da lo mismo. Todos ustedes son iguales. Vienen acá con sus trajecitos y sus peinados modernos a emborracharse porque no logran soportar que tampoco hoy, haya sido el día que cambiaría sus vidas.

- Guau! Así que resultaste ser socióloga. Me encantó tu diagnóstico. Vos en cambio debés ser una mujer exitosa que viene acá para sentirse superior al resto de los mortales.

- Algo así.

- Ok. Entonces quizás puedas ayudarme porque estoy buscando trabajo.

- Un desocupado, lo único que me faltaba. Un desocupado que viene a hacer contactos.

- No estoy desocupado. Estoy buscando un trabajo nuevo.

- ¿De qué?

- Trabajo en publicidad y quiero cambiar de agencia

- Te voy a pedir un favor. No sigas por ese lado. En realidad no me interesa lo que hagas o lo que quieras hacer. No estoy bien y a vos se te ve radiante. Alejate y seguí así.

Sin decir nada busqué mi lapicera, anoté mi número de teléfono en una servilleta y la dejé junto a su cerveza antes de irme, con el convencimiento pleno de que aquella, no sería la última vez que nos veríamos.

Buenos Aires podía ser agobiante, y las mujeres eran sus víctimas predilectas. Todas tenían demasiadas cicatrices frescas. Eran como guerreras heridas que andaban por ahí desangrándose, siempre provocando, pero a la defensiva. Para colmo, la de los 30, era la década de las sobrevivientes. A partir de ese momento, para ellas el tiempo se transformaba en algo absolutamente relativo. O estaban desesperadas por conseguir pareja, o se sentían culpables por las que habían tenido y no habían resultado. Ninguna lo admitiría, pero todas se movían dentro de esos dos estados. Los hombres solteros que transitaban esa década, en cambio, no buscaban pareja y estaban agradecidos por haber fracasado en el pasado. Estaban viviendo su segunda adolescencia. Sin embargo, yo no podía dejar de sentir a la adolescencia apenas como un viejo recuerdo, como un antiguo episodio de otra vida. Caminando a la deriva, me sentí profundamente solo, y no fui capaz de recordar cuándo había sido la última vez que había estado con una mujer.

- Martín, Martín – escuché que me llamaban.

Cuando me di vuelta, la vi venir hacia mi, caminando agitada, esquivando gente y con el pelo arrebatado. No supe qué pensar, ni que decir, pero una felicidad absoluta me invadió de inmediato.

- Me llamo Cristina – me dijo mirándome a los ojos, como queriendo ver más allá de mi

- Así que tenés un nombre – le dije y sonrió

- ¿Tenés algo que hacer ahora?

- Creo que no

- Vas a pensar que estoy loca, pero me gustaría invitarte a cenar a mi casa

- ¿A tu casa?

- Si te parece

- Eh, por supuesto. No te voy a negar que me agarrás de sorpresa, pero me encanta la idea.

Sin decir nada más Cristina extendió el brazo y paró un taxi. Era una mujer segura y resuelta. Una fuerza universal reservada solo para unos pocos, parecía direccionar cada uno de sus movimientos, cada una de sus palabras, cada una de sus decisiones. La vida era extraña hasta lo insólito, pensé, y lejos de sentirme incómodo, noté que estaba totalmente tranquilo respecto de la aventura que me había propuesto mi compañera.

- A Virrey Loreto y Cabildo – le indicó al chofer – Disculpame por cómo te traté recién.

- No hay problema

- Sí que hay problema. Yo soy problemática. Pero cuando te vi salir fue como si me dieran un cachetazo. Los tipos se ponen pesados, pero vos directamente te fuiste, y yo quiero eso. Alguien que se vaya cuando yo necesite que se vaya.

- Y que vuelva cuando vos necesites que vuelva

- Algo así

- Qué se yo. Me parece que le estás buscando la forma a algo que ni siquiera existe.

- Claro que existe. Estás por entrar a mi departamento, y eso es indicador de que esto existe. Esto es real.

- Relajáte. Vamos a tu casa, y yo voy a irme cuando tenga que irme.

- ¿Y vas a volver?

- Si querés que vuelva

- Algo me dice que voy a querer ¿y vos?

A pesar de saber la respuesta, no le contesté. Me quedé en silencio tratando de descifrar cuál era el encanto de aquella loca controladora, despiadada e intolerante, pero hay misterios que simplemente no tienen solución. Cuando llegamos supe que estaba frente a mi última oportunidad de continuar con mi vida, tal y cómo era, sin embargo, me bajé del taxi y la seguí hipnotizado.

- ¿Hace mucho que vivís acá? – le pregunté cuando aún estábamos en el ascensor

- Desde que murió mi marido…y mi hijo

No pude pronunciar palabra.

- Volvíamos de Pinamar y chocamos contra un micro. En total hubo 17 muertos. Manejaba yo.

- Dios – susurré

- Creo que Dios ese verano estaba de vacaciones – dijo cínica

El departamento era diminuto y estaba prácticamente vacío. Noté que a primera vista, no había fotos. Solo un sillón, una pequeña mesa y un televisor desproporcionadamente grande para aquel ambiente despojado.

- Bueno, este es mi escondite. Sentate, ya vuelvo.

Me sentí incómodo, por la situación, por el lugar, por la historia de Cristina y porque el sillón era viejo y duro como una tabla. 17 muertos, “con razón”, pensé. Traté de entretenerme con algo, pero no había nada que llamara mi atención, ni siquiera un libro, un cuadro o una repisa con CDs. Nada, solo mi imagen reflejada en la pantalla del televisor como si fuera el protagonista de una película con final abierto.

De pronto apareció dando pequeños saltos, y con una sonrisa dibujada en el rostro. No llevaba corpiño debajo de la musculosa y eso fue suficiente como para darme ánimo y renovadas esperanzas. ¿Qué importaba todo lo demás? Después de todo, era probable que el entretenimiento se hiciera presente. Se sentó a mi lado y me besó.

- No te enojes, pero te voy a cambiar el nombre. No voy a decirte Martín.

- ¿Cómo?


- Te voy a decir Sebastián.

- ¿Sebastián?

- Sí, como se llamaba mi marido. ¿Te molesta?

- Es raro, ¿no?

- No. A mi me hace bien, y a vos no te va a modificar demasiado la vida. Cuando estés conmigo vas a ser Sebastián.

- Ok – dudé

- Mirá, yo no quiero obligarte a nada, pero la verdad es que prefiero que salga todo ahora y si no te va, cada uno puede seguir por su lado. Yo nunca voy a enamorarme otra vez, eso lo sé. Y si elijo estar con alguien tiene que ser a mi manera, si no, no me sirve. Y a mi me sirve el nombre Sebastián. De algún modo siento que él sigue acá y que no lo estoy traicionando. Quiero creer que puedo recuperarlo.

- Sebastián es un buen nombre

- Te voy a confesar algo. Hoy cuando te fuiste me hiciste acordar mucho a Sebastián. Fuiste muy caballero, como era él. No me mandaste a la mierda, ni me dijiste que estaba loca. Diste un paso al costado, me dejaste respirar, pero, y eso fue lo que terminó de convencerme, no te rendiste, fuiste optimista hasta en el momento de la retirada, cuando me dejaste tu número. Eso también era muy de Sebastián. Él tenía una concesionaria de autos, y básicamente era vendedor y para ser vendedor tenés que tener esas dos cualidades que hoy me demostraste: saber darle espacio al otro, pero sin abandonarlo del todo. Así que estoy en tus manos: ¿te vas o te quedás?

El impulso fue imposible de detener, y como una avalancha la abracé y la besé dejándome llevar por una fuerza desconocida para mí, hasta ese momento. ¿Quién era ella y quién era yo? Comprendí que no me importaba asumir el rol de otro hombre y me quise transformar en aquel ser inolvidable al que ni siquiera después de muerto Cristina podía serle infiel. Entonces la aparté de mi y le dije: “enseñáme, quiero hacerte sentir como lo hacía él”. Se paró frente a mi, se bajó la pollera y apretó mi cabeza contra su bombacha. “Dale Sebas, suavecito”, me guió. No tardé en saborearla y su sabor era como yo lo había imaginado, ácido y fuerte. Sus gemidos y los estremecimientos de su pequeño cuerpo, me dieron la confianza suficiente como para continuar empantanándome en aquel juego. Cristina chorreaba por sus piernas en una fina y constante catarata de flujo y saliva, mientras sus manos se enredaban en mi pelo. “Vamos al cuarto” me dijo, y me llevó de la mano con una ternura protectora. Me sentó en el borde de la cama y al mismo tiempo, ella se sentó sobre mi, sacándose la musculosa y entregándome el calor de sus pechos algo caídos, pero generosas. Los besé y me dijo “sí Sebas, sí”. Después de un rato me obligó a recostarme, para que ella hiciera todo el trabajo. La observé abierta de piernas moviéndose como una serpiente, sonriendo en un éxtasis ajeno y fantasmal, que no me pertenecía. Yo no era yo y probablemente ella no era, en ese momento, la misma que yo había conocido hacía algunas horas, sentada en aquel bar. Pude ver su espalda reflejada en el espejo, pero la imagen no estaba completa. Sobre el espejo había un gran trozo de papel que me impedía verla mejor. “Vamos, vamos, vení conmigo, me voy, me voy”, me suplicó. La verdad es que no tuve que hacer ningún esfuerzo para terminar con ella, y cuando lo hicimos, Cristina cayó sobre mi abrazándome sudada y resbalosa. Tenía la respiración entrecortada en una agitación satisfecha y plena. “Gracias”, me dijo al oído. Después de unos minutos me besó y se levantó.

- Me voy a pegar una ducha ¿venís? – me preguntó

- Ahora voy – le dije exhausto.

La observé entrar al baño y me quedé ahí tirado mirando todo con más detenimiento. El cuarto tampoco tenía mucho que ofrecer. La cama, dos mesas de luz, una cómodo y el espejo. Más tranquilo pude ver que el papel que lo cubría en parte, en realidad era una vieja página del diario Clarín. Curioso me acerqué y lo que vi me heló la sangre. La nota principal titulaba “Fatal Accidente en la Ruta 2”, y a continuación describían lo que había sucedido. Aparentemente el auto que manejaba Cristina había perdido el control chocando de frente contra un micro, dejando como saldo 17 pasajeros muertos, además de su hijo, Martín, de apenas 19 años. Ella y su marido Sebastián, habían resultado ilesos. Un dolor penetrante, frío e impiadoso, como el que nunca había sentido me atravesó. “Martín”, murmuré casi al mismo tiempo que las primeras lágrimas abandonaban mis ojos. En ese momento Cristina salió del baño envuelta en una toalla. Me miró y me dijo “Sebas”.

- ¿Qué es esto? – le pregunté

- Esto es en lo que nos transformamos Sebastián, y mañana, no vas a recordar absolutamente nada de todo lo sucedido en el día de hoy. – me dijo despegando el artículo del espejo y guardándolo en un cajón.

Y volvimos a la cama y me contó que después del accidente yo había despertado sin ser yo. Asumiendo el nombre de Martín y desterrándonos a ella y a mi, de mi memoria. Los sicólogos lo habían intentado todo, pero nada había dado resultado. Mi cerebro se activaba solo por unos minutos, y únicamente lo hacía después de exponerse a tres determinados estímulos: la foto en la que se nos veía a los tres juntos durante el último cumpleaños de Martín, la filmación de la fiesta de su graduación secundaria y el artículo que estaba pegado en el espejo. Después, como si nada, volvía a apagarse, para emprender el recorrido diario que lo llevara a encontrar nuevamente alguna de aquellas 3 llaves. Me dijo que cada día me la pasaba dando vueltas por la ciudad, hasta las seis de la tarde. Entonces, entraba al bar en el que Martín había trabajado hasta el momento de su muerte, para encontrarme con ella, con mi amor, con la mujer que manejaba aquel maldito auto, la tarde que volvíamos de pasar unas vacaciones perfectas, y repetíamos la escena del día en que nos habíamos conocido, hacía más de 20 años atrás, cuando ambos teníamos apenas 30 años. Era cierto que ella me había rechazado y era cierto que yo le había dejado mi número de teléfono, para recibir su llamado al día siguiente en la concesionaria de autos en la que trabajaba. Me contó que nunca supo porqué se había animado a llamarme, pero que sin embargo, algo en mi le había indicado que yo sería su eterno y fiel compañero. También me confesó que la enfermiza rutina a la que nos exponíamos cada día, le confirmaba una y otra vez que estábamos hechos el uno para el otro. Más allá de las barbaridades que ella me decía o de las demandas y condiciones a las que me exponía, tan sólo para hacer más divertida la tragedia, me aseguró que nunca, en los cuatro años que le siguieron al accidente, yo había intentado juzgarla o abandonarla. Me dijo que yo la amaba en forma loca e incondicional, y que para ella, eso era suficiente. Finalmente me pidió perdón por no haber podido evitar el accidente, me abrazó y se quedó dormida a mi lado. Y mientras la escuchaba respirar en paz pensé “qué loca que está esta mujer, pobrecita”. Era lógico después de todo lo que le había sucedido. Miré el reloj y me maldije por haberle dado mi número. Me levanté en silencio, recogí mis pantalones, mis medias y mis zapatos del piso. Luego me acerqué a la cómoda para buscar mi camisa arrugada debajo del espejo y percibí que algo, había cambiado. Me quedé ahí parado como un detective obsesivo tratando de descubrir la pieza faltante, la anomalía. Entonces lo vi. El artículo que había estado pegado en el espejo había desaparecido. Sabía que lo había leído, pero no pude recordar qué decía, ni qué historia contaba. Quise buscarlo, pero no pude, mis fuerzas me estaban abandonando más allá de mi curiosidad. Estaba cansado, muy cansado y decidí que podía tirarme a dormir un rato antes de escaparme de aquel laberinto. Dejé caer mi ropa en el piso y suavemente me acosté junto a Cristina. Para mi sorpresa, estar a su lado de pronto no me resultó tan extraño, ni tan loco, ni tan aventurado. Hice un último intento por recordar qué decía aquel artículo, pero no hubo caso. Y mientras el cansancio le daba paso al sueño, tuve la sensación de que ya nunca más volvería a estar solo. Cerré los ojos y me sentí como en casa.

FIN

miércoles, 6 de enero de 2010

MAQUILLAJES CORRIDOS

Vamos todos a ver al muerto. Vamos a llorar de la mano. Vamos a rendirle homenaje al que ya no está, al que se fue. Digamos frases hechas y tomémonos las cabezas. Preguntémonos porqué, y recemos al fin por él. Nos acercamos a la muerte para sentirnos más vivos, para mojarle su fría y siniestra oreja y congelarnos por dentro. Para volver a casa y valorar lo que tenemos, al menos por un instante, hasta el otro día. Cuando la muerte ya sea un recuerdo, cuando se convierta en olvido. En un comentario de sobremesa o en un increíble destino. Que pase el que sigue sin dar aviso. Mueran los muertos tranquilos. Aquí siempre tendrán testigos y maquillajes corridos. Amigos de los amigos y hermanos de los hermanos, anécdotas enterradas, ridículas carcajadas. Y el silencio y la cordura, la mesura y el respeto, se desintegran al ritmo de medios insatisfechos. ¿Qué más nos pueden decir? ¿Qué más nos pueden contar? ¿Qué más nos quieren mostrar? Si solo quedan escombros regados por los rincones. La batalla fue perdida y fue perdida la guerra. Y la desgracia inconmensurable después de tanta pelea, deja un cuerpo destrozado sin huellas ya de belleza. Lloran y se desgarran, se desangran los que quedan al borde del negro hueco, tan negro como la tierra.

domingo, 3 de enero de 2010

A TIEMPO

Jugando en la cocina después del vino,
Lamiéndonos con la mirada
Sudados de reír y aún ácidos
Como dos amantes deshidratados
Te arrojaste sobre mi, animal sobre su presa,
Y me desenfundaste brutalmente
Mientras los sonidos cotidianos de la casa
Susurraban cómplices en nuestros oídos
Te puse contra la pared y te toqué como te gusta
Como siempre me pedís que te toque
Retorcida y humeante, dispuesta a todo
Cerraste la puerta con tu pierna y te agachaste
¡dale, dale! con mis manos enredadas en tu pelo
Rígido y filoso, palpitante hasta que al fin te levantaste
Y tu mirada y la mía sonrieron y ya no fuimos dueños de nada
Porque lo teníamos todo acumulado en nuestros cuerpos
La energía agazapada, la fuerza
El descontrol y el instinto, la violencia
Las heridas en la piel como trofeos
¿o marcas de pertenencia?
Sabés que sos mía
¿o acaso todavía no lo tenés en claro?
Sabelo entonces, sos mi mujer
Y no hay nada mejor que puedas ser en tu vida
Te sentaste en la mesada
y me abrazaste como a un último deseo
y vulnerables frente al resto
Nos perdimos en silencio
Como casi siempre lo hacemos cuando estamos rodeados
Y es que vivimos creando nuestros espacios
Para mantenernos vivos, para no terminar descuartizados
Como dos cobardes que se rinden cuando aún están a tiempo de ganar.