jueves, 14 de enero de 2010

ESTÍMULOS

En comparación con otras mujeres, Cristina no era de las más hermosas, ni de las más feas. Era más bien una mujer promedio. Sin embargo, todo en ella era funcional a un conjunto armónico y extrañamente irresistible del que no fui capaz de mantenerme alejado. Desde el momento en que la conocí, supe que jamás podría permanecer indiferente frente a ella. Su mirada extraviada y sus manos inquietas tenían una historia que contar. Cristina no era un envase vacío, ni un encuentro casual. Algo me decía que ella, era un hecho del destino y la necesidad de conocerla me invadió por completo. Nunca había creído en el amor a primera vista, pero esa tarde supuse que, de existir semejante fenómeno, sin duda sería algo muy parecido a lo que estaba experimentando.

Apenas entré al bar, la vi sentada en la barra y tuve la sensación de que mis ojos estaban naturalmente adaptados para distinguirla entre la multitud. Estaba tomando una cerveza, concentrada en su reflejo, mirándose imperturbable en el espejo como esperando que algo sucediera, delatando su ansiedad únicamente, por un desprolijo y continuo tamborillear de dedos. La música y la gente no lograban afectarla en lo más mínimo y más allá de cruzar un par de palabras con el barman, que evidentemente la conocía, nada ni nadie perecía capaz de arrancarla de su trance. Atraído por la energía de aquella diosa inesperada, me acerqué lentamente y me senté a su lado. Casi sin mirarme y moviendo apenas sus finos labios me dijo “¿podés sentarte en la otra banqueta?, estás muy cerca”. Pretendí no escucharla y ahí me quedé esperando que me atendieran. Pedí una cerveza y me presenté, “soy Martín”.

- Ya sé quién sos. Martín, Carlos, Manuel, da lo mismo. Todos ustedes son iguales. Vienen acá con sus trajecitos y sus peinados modernos a emborracharse porque no logran soportar que tampoco hoy, haya sido el día que cambiaría sus vidas.

- Guau! Así que resultaste ser socióloga. Me encantó tu diagnóstico. Vos en cambio debés ser una mujer exitosa que viene acá para sentirse superior al resto de los mortales.

- Algo así.

- Ok. Entonces quizás puedas ayudarme porque estoy buscando trabajo.

- Un desocupado, lo único que me faltaba. Un desocupado que viene a hacer contactos.

- No estoy desocupado. Estoy buscando un trabajo nuevo.

- ¿De qué?

- Trabajo en publicidad y quiero cambiar de agencia

- Te voy a pedir un favor. No sigas por ese lado. En realidad no me interesa lo que hagas o lo que quieras hacer. No estoy bien y a vos se te ve radiante. Alejate y seguí así.

Sin decir nada busqué mi lapicera, anoté mi número de teléfono en una servilleta y la dejé junto a su cerveza antes de irme, con el convencimiento pleno de que aquella, no sería la última vez que nos veríamos.

Buenos Aires podía ser agobiante, y las mujeres eran sus víctimas predilectas. Todas tenían demasiadas cicatrices frescas. Eran como guerreras heridas que andaban por ahí desangrándose, siempre provocando, pero a la defensiva. Para colmo, la de los 30, era la década de las sobrevivientes. A partir de ese momento, para ellas el tiempo se transformaba en algo absolutamente relativo. O estaban desesperadas por conseguir pareja, o se sentían culpables por las que habían tenido y no habían resultado. Ninguna lo admitiría, pero todas se movían dentro de esos dos estados. Los hombres solteros que transitaban esa década, en cambio, no buscaban pareja y estaban agradecidos por haber fracasado en el pasado. Estaban viviendo su segunda adolescencia. Sin embargo, yo no podía dejar de sentir a la adolescencia apenas como un viejo recuerdo, como un antiguo episodio de otra vida. Caminando a la deriva, me sentí profundamente solo, y no fui capaz de recordar cuándo había sido la última vez que había estado con una mujer.

- Martín, Martín – escuché que me llamaban.

Cuando me di vuelta, la vi venir hacia mi, caminando agitada, esquivando gente y con el pelo arrebatado. No supe qué pensar, ni que decir, pero una felicidad absoluta me invadió de inmediato.

- Me llamo Cristina – me dijo mirándome a los ojos, como queriendo ver más allá de mi

- Así que tenés un nombre – le dije y sonrió

- ¿Tenés algo que hacer ahora?

- Creo que no

- Vas a pensar que estoy loca, pero me gustaría invitarte a cenar a mi casa

- ¿A tu casa?

- Si te parece

- Eh, por supuesto. No te voy a negar que me agarrás de sorpresa, pero me encanta la idea.

Sin decir nada más Cristina extendió el brazo y paró un taxi. Era una mujer segura y resuelta. Una fuerza universal reservada solo para unos pocos, parecía direccionar cada uno de sus movimientos, cada una de sus palabras, cada una de sus decisiones. La vida era extraña hasta lo insólito, pensé, y lejos de sentirme incómodo, noté que estaba totalmente tranquilo respecto de la aventura que me había propuesto mi compañera.

- A Virrey Loreto y Cabildo – le indicó al chofer – Disculpame por cómo te traté recién.

- No hay problema

- Sí que hay problema. Yo soy problemática. Pero cuando te vi salir fue como si me dieran un cachetazo. Los tipos se ponen pesados, pero vos directamente te fuiste, y yo quiero eso. Alguien que se vaya cuando yo necesite que se vaya.

- Y que vuelva cuando vos necesites que vuelva

- Algo así

- Qué se yo. Me parece que le estás buscando la forma a algo que ni siquiera existe.

- Claro que existe. Estás por entrar a mi departamento, y eso es indicador de que esto existe. Esto es real.

- Relajáte. Vamos a tu casa, y yo voy a irme cuando tenga que irme.

- ¿Y vas a volver?

- Si querés que vuelva

- Algo me dice que voy a querer ¿y vos?

A pesar de saber la respuesta, no le contesté. Me quedé en silencio tratando de descifrar cuál era el encanto de aquella loca controladora, despiadada e intolerante, pero hay misterios que simplemente no tienen solución. Cuando llegamos supe que estaba frente a mi última oportunidad de continuar con mi vida, tal y cómo era, sin embargo, me bajé del taxi y la seguí hipnotizado.

- ¿Hace mucho que vivís acá? – le pregunté cuando aún estábamos en el ascensor

- Desde que murió mi marido…y mi hijo

No pude pronunciar palabra.

- Volvíamos de Pinamar y chocamos contra un micro. En total hubo 17 muertos. Manejaba yo.

- Dios – susurré

- Creo que Dios ese verano estaba de vacaciones – dijo cínica

El departamento era diminuto y estaba prácticamente vacío. Noté que a primera vista, no había fotos. Solo un sillón, una pequeña mesa y un televisor desproporcionadamente grande para aquel ambiente despojado.

- Bueno, este es mi escondite. Sentate, ya vuelvo.

Me sentí incómodo, por la situación, por el lugar, por la historia de Cristina y porque el sillón era viejo y duro como una tabla. 17 muertos, “con razón”, pensé. Traté de entretenerme con algo, pero no había nada que llamara mi atención, ni siquiera un libro, un cuadro o una repisa con CDs. Nada, solo mi imagen reflejada en la pantalla del televisor como si fuera el protagonista de una película con final abierto.

De pronto apareció dando pequeños saltos, y con una sonrisa dibujada en el rostro. No llevaba corpiño debajo de la musculosa y eso fue suficiente como para darme ánimo y renovadas esperanzas. ¿Qué importaba todo lo demás? Después de todo, era probable que el entretenimiento se hiciera presente. Se sentó a mi lado y me besó.

- No te enojes, pero te voy a cambiar el nombre. No voy a decirte Martín.

- ¿Cómo?


- Te voy a decir Sebastián.

- ¿Sebastián?

- Sí, como se llamaba mi marido. ¿Te molesta?

- Es raro, ¿no?

- No. A mi me hace bien, y a vos no te va a modificar demasiado la vida. Cuando estés conmigo vas a ser Sebastián.

- Ok – dudé

- Mirá, yo no quiero obligarte a nada, pero la verdad es que prefiero que salga todo ahora y si no te va, cada uno puede seguir por su lado. Yo nunca voy a enamorarme otra vez, eso lo sé. Y si elijo estar con alguien tiene que ser a mi manera, si no, no me sirve. Y a mi me sirve el nombre Sebastián. De algún modo siento que él sigue acá y que no lo estoy traicionando. Quiero creer que puedo recuperarlo.

- Sebastián es un buen nombre

- Te voy a confesar algo. Hoy cuando te fuiste me hiciste acordar mucho a Sebastián. Fuiste muy caballero, como era él. No me mandaste a la mierda, ni me dijiste que estaba loca. Diste un paso al costado, me dejaste respirar, pero, y eso fue lo que terminó de convencerme, no te rendiste, fuiste optimista hasta en el momento de la retirada, cuando me dejaste tu número. Eso también era muy de Sebastián. Él tenía una concesionaria de autos, y básicamente era vendedor y para ser vendedor tenés que tener esas dos cualidades que hoy me demostraste: saber darle espacio al otro, pero sin abandonarlo del todo. Así que estoy en tus manos: ¿te vas o te quedás?

El impulso fue imposible de detener, y como una avalancha la abracé y la besé dejándome llevar por una fuerza desconocida para mí, hasta ese momento. ¿Quién era ella y quién era yo? Comprendí que no me importaba asumir el rol de otro hombre y me quise transformar en aquel ser inolvidable al que ni siquiera después de muerto Cristina podía serle infiel. Entonces la aparté de mi y le dije: “enseñáme, quiero hacerte sentir como lo hacía él”. Se paró frente a mi, se bajó la pollera y apretó mi cabeza contra su bombacha. “Dale Sebas, suavecito”, me guió. No tardé en saborearla y su sabor era como yo lo había imaginado, ácido y fuerte. Sus gemidos y los estremecimientos de su pequeño cuerpo, me dieron la confianza suficiente como para continuar empantanándome en aquel juego. Cristina chorreaba por sus piernas en una fina y constante catarata de flujo y saliva, mientras sus manos se enredaban en mi pelo. “Vamos al cuarto” me dijo, y me llevó de la mano con una ternura protectora. Me sentó en el borde de la cama y al mismo tiempo, ella se sentó sobre mi, sacándose la musculosa y entregándome el calor de sus pechos algo caídos, pero generosas. Los besé y me dijo “sí Sebas, sí”. Después de un rato me obligó a recostarme, para que ella hiciera todo el trabajo. La observé abierta de piernas moviéndose como una serpiente, sonriendo en un éxtasis ajeno y fantasmal, que no me pertenecía. Yo no era yo y probablemente ella no era, en ese momento, la misma que yo había conocido hacía algunas horas, sentada en aquel bar. Pude ver su espalda reflejada en el espejo, pero la imagen no estaba completa. Sobre el espejo había un gran trozo de papel que me impedía verla mejor. “Vamos, vamos, vení conmigo, me voy, me voy”, me suplicó. La verdad es que no tuve que hacer ningún esfuerzo para terminar con ella, y cuando lo hicimos, Cristina cayó sobre mi abrazándome sudada y resbalosa. Tenía la respiración entrecortada en una agitación satisfecha y plena. “Gracias”, me dijo al oído. Después de unos minutos me besó y se levantó.

- Me voy a pegar una ducha ¿venís? – me preguntó

- Ahora voy – le dije exhausto.

La observé entrar al baño y me quedé ahí tirado mirando todo con más detenimiento. El cuarto tampoco tenía mucho que ofrecer. La cama, dos mesas de luz, una cómodo y el espejo. Más tranquilo pude ver que el papel que lo cubría en parte, en realidad era una vieja página del diario Clarín. Curioso me acerqué y lo que vi me heló la sangre. La nota principal titulaba “Fatal Accidente en la Ruta 2”, y a continuación describían lo que había sucedido. Aparentemente el auto que manejaba Cristina había perdido el control chocando de frente contra un micro, dejando como saldo 17 pasajeros muertos, además de su hijo, Martín, de apenas 19 años. Ella y su marido Sebastián, habían resultado ilesos. Un dolor penetrante, frío e impiadoso, como el que nunca había sentido me atravesó. “Martín”, murmuré casi al mismo tiempo que las primeras lágrimas abandonaban mis ojos. En ese momento Cristina salió del baño envuelta en una toalla. Me miró y me dijo “Sebas”.

- ¿Qué es esto? – le pregunté

- Esto es en lo que nos transformamos Sebastián, y mañana, no vas a recordar absolutamente nada de todo lo sucedido en el día de hoy. – me dijo despegando el artículo del espejo y guardándolo en un cajón.

Y volvimos a la cama y me contó que después del accidente yo había despertado sin ser yo. Asumiendo el nombre de Martín y desterrándonos a ella y a mi, de mi memoria. Los sicólogos lo habían intentado todo, pero nada había dado resultado. Mi cerebro se activaba solo por unos minutos, y únicamente lo hacía después de exponerse a tres determinados estímulos: la foto en la que se nos veía a los tres juntos durante el último cumpleaños de Martín, la filmación de la fiesta de su graduación secundaria y el artículo que estaba pegado en el espejo. Después, como si nada, volvía a apagarse, para emprender el recorrido diario que lo llevara a encontrar nuevamente alguna de aquellas 3 llaves. Me dijo que cada día me la pasaba dando vueltas por la ciudad, hasta las seis de la tarde. Entonces, entraba al bar en el que Martín había trabajado hasta el momento de su muerte, para encontrarme con ella, con mi amor, con la mujer que manejaba aquel maldito auto, la tarde que volvíamos de pasar unas vacaciones perfectas, y repetíamos la escena del día en que nos habíamos conocido, hacía más de 20 años atrás, cuando ambos teníamos apenas 30 años. Era cierto que ella me había rechazado y era cierto que yo le había dejado mi número de teléfono, para recibir su llamado al día siguiente en la concesionaria de autos en la que trabajaba. Me contó que nunca supo porqué se había animado a llamarme, pero que sin embargo, algo en mi le había indicado que yo sería su eterno y fiel compañero. También me confesó que la enfermiza rutina a la que nos exponíamos cada día, le confirmaba una y otra vez que estábamos hechos el uno para el otro. Más allá de las barbaridades que ella me decía o de las demandas y condiciones a las que me exponía, tan sólo para hacer más divertida la tragedia, me aseguró que nunca, en los cuatro años que le siguieron al accidente, yo había intentado juzgarla o abandonarla. Me dijo que yo la amaba en forma loca e incondicional, y que para ella, eso era suficiente. Finalmente me pidió perdón por no haber podido evitar el accidente, me abrazó y se quedó dormida a mi lado. Y mientras la escuchaba respirar en paz pensé “qué loca que está esta mujer, pobrecita”. Era lógico después de todo lo que le había sucedido. Miré el reloj y me maldije por haberle dado mi número. Me levanté en silencio, recogí mis pantalones, mis medias y mis zapatos del piso. Luego me acerqué a la cómoda para buscar mi camisa arrugada debajo del espejo y percibí que algo, había cambiado. Me quedé ahí parado como un detective obsesivo tratando de descubrir la pieza faltante, la anomalía. Entonces lo vi. El artículo que había estado pegado en el espejo había desaparecido. Sabía que lo había leído, pero no pude recordar qué decía, ni qué historia contaba. Quise buscarlo, pero no pude, mis fuerzas me estaban abandonando más allá de mi curiosidad. Estaba cansado, muy cansado y decidí que podía tirarme a dormir un rato antes de escaparme de aquel laberinto. Dejé caer mi ropa en el piso y suavemente me acosté junto a Cristina. Para mi sorpresa, estar a su lado de pronto no me resultó tan extraño, ni tan loco, ni tan aventurado. Hice un último intento por recordar qué decía aquel artículo, pero no hubo caso. Y mientras el cansancio le daba paso al sueño, tuve la sensación de que ya nunca más volvería a estar solo. Cerré los ojos y me sentí como en casa.

FIN

No hay comentarios: