viernes, 23 de abril de 2010

EL LOQUITO

El comienzo de la locura suele ser imperceptible. Apenas un chispazo, una mínima señal, un tímido aviso. Cuando enloqueció mi hermano nadie lo notó hasta el día que familiarmente bautizamos como “la noche de la explosión”. Fue el 3 de abril de 1977, después de la fiesta de su décimo cumpleaños.

Siempre había sido un chico de pocas palabras, más bien de carácter contemplativo. Podía pasar horas observando un nido de avispas, mientras el resto de la barra jugaba al fútbol o a las escondidas. Disfrutaba subir a la terraza y pasarse la tarde entera intentando adivinar las formas de las nubes, que lo fascinaban más que nada en este mundo. Juraba que algún día llegaría a ser astronauta tan solo para estar más cerca de ellas. “Cosas de chicos” decían.

Y como todos los chicos, él también tuvo que ir al colegio. Ahí fue cuando los indicios comenzaron a notarse cada vez más. Era común que explotara en carcajadas en el medio de alguna clase sin ninguna explicación aparente, o que cada tanto apareciera con un lápiz ensartado en alguna de sus manos. “No me duele”, juraba y se les quedaba mirando a sus compañeros mientras el piso se teñía de rojo sanguinolento. Pasó de un colegio a otro, siempre con las mismas historietas. “Es raro”, decían.

En el barrio, como la cosa más natural, lo apodaron El Loquito y cuando mi viejo se enteró, estalló furioso: “Ves que sos un tarambana, ahora te dicen Loco. La puta madre que lo parió”. Pero a él, el apodo le resultaba gracioso y cada vez que alguien le gritaba “che loquito”, se reía…como loco.

Una tarde de verano El Loquito desapareció y nadie sabía dónde se había metido. No estaba en el fondo, no estaba en la terraza y tampoco estaba en la vereda quemando hormigas con su lupa de madera. Pero al rato apareció de la mano de una vecina que a los gritos nos lo devolvió diciendo: “este loco de mierda es un degenerado, me estaba espiando, si lo vuelvo a ver metido en mi casa, lo denuncio con la policía”. Esa tarde mis viejos se encerraron con él en su cuarto, pero nunca supe qué le dijeron ahí dentro. Solo sé que todos salieron con caras largas. Sin embargo cuando mi hermano me vio, me guiñó un ojo y se tapó las orejas con las manos.

Después de ese día, pasaba los fines de semana aferrado al enrejado del gallinero, mirando a las gallinas ir y venir, y no había forma de sacarlo de ahí. “Les hablo con la mente” , decía obsesionado con aquellos animales inútiles. Pero el día de su décimo cumpleaños la cosa explotó definitivamente.

Después de despedir al último de los invitados, se puso las zapatillas viejas y salió disparado para el fondo. “Me voy a ver a las gallinas”, gritó sin que nadie le prestara atención. Al cabo de una hora abrió la puerta de la cocina con dos gallinas degolladas. Tenía plumas en su boca y sangre por todo el cuerpo. Nos quedamos petrificados como si el final de los tiempos nos hubiese sorprendido en aquel último delirio. “Traje la cena mami”, fue lo único que dijo antes que mi padre y mi madre se le abalanzaran como dos fieras acorraladas.

Lo que sigue es más bien borroso.

Mi viejo llevándome a lo de mi tía. Yo volviendo a casa. Yo sin él en casa. Yo yéndolo a visitar, a aquel lugar horroroso y la tristeza de todos los días rondando en cada ambiente.

Finalmente El Loquito se volvió loco. A partir de ese día nunca más pude cruzar una palabra con él. Creo que en su lógica él simplemente se vengó del encierro al que había sido confinado y devolvió la misma moneda, encerrándose en una cúpula impenetrable e insana de la que finalmente escapó el 3 de abril de 2007, como quien cierra un ciclo. ¿Qué loco no?

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