sábado, 25 de agosto de 2007

GATITOS

Levantó el cinturón y me pegó justo en la espalda mientras yo trataba de escaparme. Me tenía harto. Estaba loca y lo único que podía hacer era gritar y estar nerviosa todos los días. Cualquier motivo, hasta el más mínimo, era suficiente para llevarla a un estado de alteración incomprensible. Sus ojos siempre estaban bien abiertos como dos luminarias, intentando detectar la falla, el error, la culpa, la excusa para ir por aquel cinturón.

Intenté abrir la puerta pero estaba inflada de humedad y se trabó. Volvió a darme con todo lo que tenía. Era fuerte. Pegué un tirón y la puerta se abrió. Salí al jardín y me quedé parado, enfrentándola como a un toro desbocado. La espalda me dolía y me costaba respirar por la agitación.

- Vení para acá. No te vas a escapar.
- Chupame un huevo hija de puta.
- A mi no me vas a hablar así, soy tu madre.
- Chupame un huevo – volví a decirle y salí corriendo para la calle.

Marcelo estaba sentado en la esquina tratando de sacar un pedazo de brea para masticar. Me miró sabiendo lo que estaba pasando y se rió.

- Qué te reís boludo!
- Qué te pasa gil?

Me senté a su lado y me recosté sobre mis brazos respirando hondo tratando de recuperar la calma.

- Te juro que la voy a matar.
- Te dio con el cinto.
- Sí, es una hija de puta.
- Querés? – me convidó brea
- Salí con eso!

Nos quedamos en silencio bajo el sol abrasador de enero, sin nada que hacer, sin poder hacer nada. Cada tanto pasaba algún auto, pero nada más. La mayoría de los chicos estaban de vacaciones o se habían ido a sus clubes, pero nosotros no teníamos ni vacaciones, ni club. Eramos dos pobres infelices sin opciones, sin alternativas, anclados en el cemento.

- Vamos para el río – le dije.
- No tengo ganas de pescar
- Yo tampoco, pero no puedo ir a mi casa. Si vuelvo ahora me mata
- Qué hiciste?
- Nada
- Decime
- Vamos al río
- Pero decíme qué hiciste
- No hice nada. Me encontró los puchos
- No los trajiste?
- Vos sos boludo? Cómo voy a traerlos si los tiene ella? Vamos.

Nos pusimos a caminar lentamente buscando la sombra. Las cuadras tenían kilómetros y las chicharras parecían ser lo único vivo a nuestro alrededor. Ni siquiera los pájaros se animaban a volar con ese calor.

- ¿Es verdad que te vas a ir del colegio en la secundaria? – preguntó Marcelo
- Sí, me quieren mandar a Buenos Aires
- Y?
- Y nada, voy a dar mal el ingreso y a la mierda. Se la van a tener que aguantar. Yo de acá no me voy. Vení – le dije

Me siguió hasta la medianera de Laurita y nos asomamos. Estaban todos metidos en la Pelopincho que había pedido Laurita para Navidad. Yo también había pedido una. Todos los chicos lo habían hecho, pero se la habían regalado sólo a Laurita. Nos quedamos mirando un rato. Se reían y se salpicaban mientras el perro ladraba queriendo meterse también. La mamá de Laurita estaba en bikini, divina, alta y robusta, con todo lo que una mujer tiene que tener, pero con un poquito más de cada cosa. Era una mujer que había venido con yapa. Nos bajamos y seguimos caminando.

- La viste a la mamá de Laurita? – le pregunté a Marcelo
- Sííííí
- El otro día me hice una paja pensando en ella. Que la besaba y le tocaba las tetas.
- Yo también, yo también! Como mil veces me hice la paja con ella.
- Y Laurita está linda…
- Te gusta?
- Está linda, no dije que me guste.
- Te gusta! Qué boludo! Como si te fuese a dar pelota! Keko y Laurita! – me cargó

Lo empujé y patié una lata de atún. Marcelo corrió y me la volvió a pasar. Estuvimos pateando la latita hasta que nos aburrimos. Qué mierda todo!

- Keko, Marcelo! ¿adónde van?

Era el Tari. El pibe más malo del barrio. Lo habían echado de 3 colegios y había repetido dos veces quinto grado. Todos le tenían pánico porque sabían que el Tari era capaz de cualquier cosa. Petiso y morrudo. Lleno de cicatrices que era imposible no envidiar y con una sonrisa que ni el Diablo. Tenía una paleta partida a la mitad y cada vez que pronunciaba la “s” te escupía como una regadera. Por esas cosas de la vida, a nosotros nos consideraba sus amigos. La verdad era que si nuestras madres se enteraban que andábamos con él, nos liquidaban.

- Al río – le dije
- Voy con ustedes – se entusiasmó y empezó a caminar dando saltitos.
- Qué estabas haciendo? – le preguntó Marcelo
- Nada, comiéndome los mocos. Estoy cagado de calor. Y para colmo el agua del tanque sale caliente. ¿Tienen cigarrillos?
- No – respondimos los dos.

Algunos aseguraban que el Tari era loco. Que había nacido con algún problema. La verdad era que el padre del Tari era estúpido. Tenía un problema mental y lo único que sabía hacer era sentarse en la vereda a tomar mates y tirarle con la gomera a los pajaritos. Tenía buena puntería. Todos los días mataba una o dos torcazas que dejaba ahí tiradas y de vez en cuando también le pegaba a algún gorrión. Nadie sabía quién era la madre del Tari, pero decían que se había ido después del accidente que había dejado estúpido a su marido. Así que el pobre pibe lo único que conocía era la idiotez de su padre estúpido. Al Tari siempre le lloraba el ojo derecho. Constantemente y al cabo de unas horas, de tanto lagrimear se le formaba una costra de lágrimas secas que le llegaba hasta la mitad del cachete.

Cuando pasamos por el viejo almacén abandonado, el Tari paró de caminar.

- Espérenme acá – dijo y fue hasta la puerta desvencijada. En un abrir y cerrar de ojos entró. Con Marcelo nos miramos y miramos a nuestro alrededor. Sabíamos que ninguno de los dos era lo suficientemente valiente como para meterse ahí. Al fin el Tari salió con algo en la mano.
- Miren pedazo de boludos, miren lo que tengo.

Cigarrillos.

- Es mi escondite. Ahí tengo cosas mías guardadas. Cuando quieran los invito a pasar la noche. Tengo velas y unas mantas viejas.

No dijimos nada, pero asentimos para no parecer tan cobardes.

- Tomen – nos alcanzó los cigarrillos.

Seguimos caminando y fumando con tranquilidad. Ya estábamos a unas cuantas cuadras de nuestras casas y nadie “realmente” conocido podía vernos. El Tari nos contó que había pasado varias noches en el almacén, con sus “cosas” y que nunca había sentido miedo. Decía que era un lugar tranquilo, pero que una vez había tenido que matar a dos ratas que intentaron robarle las galletas que había llevado.

- Las hijas de puta eran valientes y venían chillando y mostrando los dientes. Me querían morder! A una le pegué un gomerazo en la cabeza y se quedó dura, pero a la otra la tuve que correr y la cagué a patadas y cuando se quedó quieta le clavé la navaja en un ojo.

Me lo imaginé al Tari como a un Tarzán luchando con sus ratas salvajes en el medio de aquel almacén a oscuras, iluminado sólo por la tenue luz de una vela, navaja en mano. Tari siempre tenía aventuras que contar. Principalmente eran historias violentas, de peleas con otros chicos, y lo mejor de todo era que todas eran ciertas. El Tari nunca mentía. Su cerebro no estaba capacitado para hacerlo, y gracias a su honestidad brutal muchas veces no lograba evadir los problemas. Si cagaba a trompadas a un pibe en el colegio y la maestra preguntaba quién había sido, el Tari levantaba la mano. Si aparecía una ventana rota de un piedrazo, ahí estaba el Tari diciendo fui yo. Nunca le tenía miedo a las consecuencias y por lo tanto cuando un impulso lo obligaba a actuar, él actuaba.

Mientras íbamos caminando el Tari probaba todas las puertas de los coches estacionados. Las de atrás y las de adelante.

- Qué hacés? – le preguntó Marcelo
- Vos no sabés que la gente deja plata en los autos
- Y la vas a robar?
- Y más vale! Si la encuentro me la quedo!

Ahí estaba otra vez su honestidad. Y a las pocas cuadras una puerta se abrió. Sin pensarlo el Tari se metió en el auto y abrió la guantera.

- Mirá! – le dijo a Marcelo – Mirá!
- Es guita? – le pregunté
- No, pero mirá! – me dijo el Tari mostrándome unos anteojos negros.

Se los puso, salió del auto y sonrió.

- No parezco Poncharello?

Nos reímos. Ahora los tres íbamos probando las puertas de los coches en busca de algún tesoro. Pero la suerte se había acabado. Seguimos caminando y fumando. Marcelo, el Tari con sus anteojos y yo.

- Sabés que a Keko le gusta Laurita? – le dijo Marcelo al Tari
- No empecés, pelotudo!
- A mi también me gusta. Me voy a casar con Laurita.
- Porqué no lo cargás a él? – lo apuré a Marcelo
- Porqué no!
- El otro día estuve en la pileta esa que le regalaron – dijo el Tari.
- Mentira – le dijo Marcelo
- Qué mentira! El padre me invitó.
- Y? – le pregunté
- Y nada, estuve en el agua todo el día.
- Y Laurita? – seguí preguntando
- Estaba ahí también.
- Pero qué pasó? - preguntó Marcelo
- Qué va a pasar? Nada! Estuvimos jugando en el agua.
- Y la mamá de Laurita estaba? – preguntó Marcelo
- Sí. Estaba con esa bikini que usa siempre…
- Y qué sabés si la usa siempre? – lo encaré
- Porque sí boludo! La espío todos los días desde el fondo de mi casa.
- Qué hijo de puta! Y te hacés la paja? – quise saber
- Sí, con ella y con Laurita
- Con Laurita? – se horrorizó Marcelo
- Si ya le están creciendo las tetas!
- Porque no vamos para tu casa y nos hacemos unas buenas pajas? – se me ocurrió
- Está mi papá. Si nos llega a ver nos mata. Además él debe estar espiando también.


Llegamos al río y nos quedamos dando vueltas por ahí, aburridos y muertos de calor. El río en realidad era un arroyo maloliente en el que no podías ni siquiera mojarte los pies sin que te saliera un sarpullido, pero era lo único que había para hacer. Empezamos a tirar piedras al agua tratando de ver quién era capaz de hacer el mejor patito, pero el arroyo no ayudaba demasiado. No era lo suficientemente ancho. Así que nos sentamos a fumar.

- Les conté la vez que me caí al río? – preguntó el Tari.
- Sí – le respondimos
- Es un agua de mierda, toda podrida. Y el barro de abajo te chupa como una arena movediza de esas que muestran en Tarzán. Cada vez que me movía me iba chupando los pies. Decí que no me caí muy lejos, porque si no me moría.
- ¿Vos que harías si te caes en arena movediza? – me preguntó Marcelo
- No sé, me muero
- No. Lo que hay que hacer es tirarse todo para un costado hasta sacar los pies del fondo y después arrastrarte hasta la orilla. – dijo
- Cómo sabés? – le preguntó el Tari
- Porque lo leí en un libro de mi abuelo.
- Pero si te chupa ¿cómo hacés para sacar las piernas? – pregunté
- No sé, pero es lo que hay que hacer.
- Tari vamos para tu casa. Capaz tu papá se tiró a dormir un rato. – dije
- Dale, Tari – insistió Marcelo – esto es una mierda.
- Pero si nos ve nos mata!
- Vamos despacito, sin hacer ruido. Debe estar Laurita con la mamá. Vamos! – le dije
- Bueno, pero no hagan quilombo, porque nos mata.

Pero ni bien hicimos unos metros, escuchamos un ruido. Un sonido agudo y espaciado, como un chillido. Nos quedamos parados.

- Shhh! – dijo Tari encorbándose

Marcelo y yo nos miramos y obedecimos. Y ahí nomás, otra vez el chillido. Empezamos a caminar los tres con mucho cuidado, buscando, mirando el pasto crecido, tratando de descubrir la fuente de aquel sonido.

- Mirá si es una víbora... – dijo Marcelo
- Calláte boludo, no ves que son gatitos – le dijo el Tari.

Continuamos dando vueltas, siguiendo el sonido como un rastro incierto hasta que los ví. Eran tres gatitos grises aullando entre los matorrales. Estaban los tres juntos, uno pegado al otro, temblando y asustados.

- Acá están! – dije y nos acercamos

Los gatitos se quedaron en silencio con los ojos bien abiertos mirándonos como a gigantes inesperados.

- Son re chiquitos – dijo Marcelo - ¿porqué no nos llevamos uno cada uno?
- Yo aparezco con un gato y me cagan a trompadas – me sinceré
- Ni loco! Los gatos traen enfermedades y más si son así, de la calle. Dicen que te pasan un bicho que te pone todo débil. Son una mierda! – dijo el Tari entusiasmado.
- Bueno vamos! – les dije
- Pará, pará.... – dijo el Tari, y empezó a dar vueltas alrededor de los gatitos observándolos como un maniático – Son una mierda! Unos gatos de mierda.

Entonces empezó a patear la tierra con el talón, tratando de aflojarla. Después de agachó y siguió con la mano.

- Qué hacés Tari? – le pregunté.
- Ya van a ver. Que no se escapen. Vos ayudame – le dijo a Marcelo
- Qué vas a hacer?
- Ayudame con los pozos. Hacé otro acá al lado.

Marcelo me miró.

- Vos vigilá a los gatitos – le dije, y me puse a cavar al lado de Tari.

Cavamos tres pozos de no más de quince centímetros de profundidad y cuando terminamos el Tari fue hasta donde estaban los gatitos.

- Qué vas a hacer Tari? – le preguntó Marcelo.
- Salí, maricón
- Keko! – me dijo Marcelo
- No hinchés las pelotas Marce. ¿a quién carajo le importan estos gatos?

Tari metió a cada gatito en un pozo diferente y los enterró dejándoles las cabecitas afuera. Yo no pude evitar reírme mientras los gatitos no paraban de aullar en pánico.

- Yo me voy – dijo Marcelo dándose vuelta.
- Pará Marce
- Dejá que se vaya, es un puto – lo condenó el Tari.

Así que nos quedamos los dos solos fumando y mirando cómo se calcinaban los gatitos bajo el sol.

- Bueno, vos a cuál le querés dar? – me preguntó
- A cualquiera – le dije
- Yo voy a arrancar por este hijo de puta.

El Tari caminó hacia atrás unos cuantos pasos. Después tomó carrera y sin parar pateó la cabeza del primer gatito, decapitándolo instantáneamente.

- GOOOOLLLLL!!!!!!. GOOOOLLLLL!!!!!! – gritamos los dos
- Mirá boludo, mirá la zapatilla – me dijo. Y me mostró la puntera regada de manchitas rojas. Nos reímos
- Le volaste la cabeza!
- A donde está? – me preguntó
- Qué se yo, salió volando a la mierda

Los otros dos gatitos seguían aullando. Era mi turno. Mi penal. Caminé más o menos hasta donde se había parado el Tari y lo imité. La cabeza del segundo gatito quedó colgando apenas unida al cuerpo por un hilo de piel.

- Mirá lo que le hiciste! – me dijo el Tari y se agachó para terminar de arrancar la cabecita.
- A ver?

El Tari me mostró la pequeña cabeza en su mano. Tenía los ojos cerrados, como si no hubiese querido ver la patada.

- Qué gato de mierda! – dijo el Tari y tiró la cabeza con tanta fuerza que fue a parar al arroyo. – Bueno, para este último quiero algo especial. Vení.

Sin saber cuál era su idea lo seguí.

- Hay que encontrar una piedra grandota. Lo más grandota posible – me aclaró

Buscamos dando vueltas por el lugar mientras el único gatito con vida aullaba y aullaba inútilmente. De una u otra forma estaba muerto.

- Hijo de puta! – gritó el Tari
- Qué pasa?
- Mirá lo que encontré – dijo mostrándome una botella de vino vacía
- Pero no querías una piedra?
- Sí, pero no hay y estoy cagado de calor.

Fuimos hasta donde estaba nuestra víctima y nos pusimos en cuclillas.

- Correte un poquito – me dijo

Me corrí y el Tari alzó el brazo lo más que pudo.

- A la una, a las dos y a las...TRES!!! – grité

El brazo cayó como una maza mecánica y la botella aplastó la cabeza del gatito en un golpe seco y brutal apagando los aullidos para siempre. Me acerqué otra vez.

- A ver?

La cabeza estaba prácticamente irreconocible, sin forma. Se había convertido en una cosa plana y los ojos habían estallado en sangre. La masacre había terminado.

- Al menos ya están enterrados – dijo el Tari riéndose – vamos para casa.
- Viste cómo le dejaste la cabeza?
- Era un gato de mierda. Eran tres gatos de mierda! Porque vos los ves así, chiquitos, pero después crecen y te contagian esa enfermedad.
- Qué enfermedad es?
- No sé, una que te pone todo débil.

Seguimos caminando y charlando bajo el sol. Cuando pasamos por el viejo almacén, volvimos a detenernos.

- Esperá que voy a dejar los cigarrillos – me dijo el Tari

A las dos cuadras no encontramos con Marcelo, sentado en la puerta de su casa. Nos acercamos.

- Y los gatitos? – preguntó
- Los hicimos mierda – le dijo el Tari
- Qué hijos de puta
- Qué te pasa, boludo?
- Pará Tari – le dije
- Y a vos qué te pasa que lo defendés? – me encaró
- No me pasa nada, pero no quiero que se peleen.
- Van a venir a casa o no?
- Yo no voy – dijo Marcelo
- Y vos?
- Otro día
- Son dos putos.

Me senté al lado de Marcelo pero no había mucho que decir. Estaba enojado y lo sentí incómodo. Miré la cuadra vacía e incandescente y pensé que el verano recién estaba comenzando. Teníamos que hacer algo.

- Qué tenés en la zapatilla? – me preguntó Marcelo.
- Nada – le mentí – después nos vemos. Chau
- Chau

Y me puse a caminar, pensando que no estaría mal llegar a casa, hacer un pozo, enterrar a mi madre dejándole la cabeza afuera, e invitar al Tari a pasar la tarde. Antes de entrar me senté en el cordón y limpié las manchitas de sangre de mis zapatillas con agua de la alcantarilla. ¿En qué momento dejaría uno de temerle a los padres?




FIN

1 comentario:

carlos dijo...

La verdad no soy de consumir este tipo de literatura pero tus cuentos tienen la virtud de hacerme aflorar una sonrisa y de entretenerme cosa que a mi edad ya cuesta bastante. Estoy bajándolos y blos edito en mi PC para después imprimirlos en un librito y releerlos, no soy amante de la lectura en la compu. Como ya te dijeron Valeria, Sandra y Daniela, buenas amigas mias las tres, tus historias son ideales para guinarlas y hacer programas de Tv. Espero que puedas editarlas.
Un abrazo y esperando el próximo.,

Carlos
loscardos01@yahoo.com.ar