Me desperté demasiado tarde como para intentar planificar aquel día perdido. Existen horas tempranas ideales y perfectas para ese tipo de cuestiones. O en todo caso, también existe la noche anterior. Es que los días son pocos y de nada sirve malgastarlos en vivencias estúpidas y sin importancia por el simple hecho de tener algo que contar el lunes, en la oficina. Es preferible verlos desvanecerse, casi sin tener conciencia de ellos. Los días que se esfuman nos evitan recuerdos sin valor, incómodos y patéticos. Si tan pocos son los días, ¿qué mejor entonces, que preservar para la proyección del último suspiro, una exquisita selección? Un “grandes éxitos”, de nuestros días.
Pero por más que uno se lo proponga, es inevitable que la balanza al final haga pie, en la porción habitada por la mediocridad y la locura.
Es que si bien los días son pocos, además estos, son cortos. Muy cortos.
Veinticuatro horas no alcanzan para intentar hacer de cada día un día maravilloso. Ocho horas trabajamos. Ocho horas dormimos. Y así ya sumamos dieciséis horas perdidas. Las ocho horas restantes las pasamos luchando por despertar o intentando dormirnos otra vez. La misión es imposible, o más bien obra del destino.
El destino en esto lleva las de ganar. Es la única posibilidad cierta a mi modo de ver las cosas. Por naturaleza soy cómodo, perezoso, desganado y aburrido. Quizás por eso crea en el destino como generador de vidas resplandecientes o responsable de existencias más bien opacas. No lo sé, pero la construcción de un mísero día diferente al resto de mis días, me cuesta horrores. Y la verdad es que tamaña preparación aborta cualquier posibilidad de improvisar una movida magistral del: destino.
Así que aquel día me quedé ahí, como una perdiz escondida entre los matorrales, mimetizada entre la tacaña maleza de la llanura para evitar ser detectada. No atendí el teléfono, que apenas sonó una vez y no encendí las luces de ninguno de los ambientes. Entre penumbras me moví frente a situaciones de extrema necesidad. Me levanté para cagar. Me levanté para mear. Me levanté para comer. Me levanté para servirme algunos whiskeys y me levanté para tirarme en el sillón.
Ese sillón es mágico. Todo en el es perfecto como el cuerpo de una esclava. Magnético, suave, anatómico, silencioso. No cuestiona mi peso abrumador y parapléjico, ni mis rebotes atormentados. Es mi sillón y me pertenece absolutamente. No me molestaría ser condenado a cadena perpetua en la más trágica de las prisiones si él fuera el único mobiliario en mi celda. A veces pienso que ese sillón y el universo están fuertemente emparentados.
La noche no tardó en llegar y en un momento le dí gracias a Dios por el instinto de supervivencia. Y a esto me refería al principio. ¿Qué sentido tiene el recuerdo de días sin valor, incómodos y patéticos?
¿O habrá sido este uno de mis “grandes éxitos”?
sábado, 27 de noviembre de 2010
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