miércoles, 12 de septiembre de 2012

LA PERITA

Una vez alguien me dijo que si cagás finito durante mucho tiempo, probablemente tengas cáncer. No recuerdo qué cáncer específicamente, pero la cosa estaba entre el de estómago y el de colon. Algo letal de cualquier modo. Pero ese no es mi problema. Yo cago grueso y esponjoso y el tono varía entre el beige y el negro según la carga de cerveza o vino tinto que tenga mi organismo al momento de cagar. Un placer a toda prueba más allá de texturas y colores. Y la verdad es que yo cago al menos una vez por día, y si no lo hago, estoy en problemas. Es eso o el manicomio. Mis tripas y mi psiquis simplemente se revelan ante la posibilidad de que la mierda se acumule indefinidamente en mi cuerpo. Y una vez, estuve cuatro días sin cagar…
Así que estaba todo el día yendo y viniendo del baño ante la menor señal. El culo me picaba constantemente y no podía parar de rascármelo, pero el hijo de puta parecía estar muerto. No funcionaba. Era como una cloaca vieja, en desuso, sin nada que excretar. Me despertaba con ganas de cagar, pero ni bien me sentaba en el inodoro, la sensación desaparecía y entonces me quedaba ahí perdiendo el tiempo y haciendo fuerza sin resultado. De tanto en tanto pegaba un saltito al bidet y encendía el agua caliente a todo trapo intentando romper aquel impenetrable dique de mierda, pero todo era inútil. Al segundo día, tomé coraje y me metí un dedo lo más profundo que pude. Nada. El agujero estaba vacío. Evidentemente la mierda se había apelotonado más arriba y eso me preocupó aún más.

- No estoy cagando – le dije a la flaca

- No es nada – me dijo – yo a veces estoy una semana entera sin ir al baño

- ¿Una semana entera sin cagar? Eso es imposible. Yo TENGO que cagar todos los días…

- ¿Cuánto hace que no cagás?

- Dos días

- Me estás cargando

- No

- Pero eso no es nada

- Son dos días!

- No es nada!

Todas las mujeres son iguales. Pueden estar sin cagar durante semanas como la cosa más natural. Las hembras y sus organismos son un misterio. No cagan, tienen bebés, cuando no los tienen largan sangre por la cajeta. Un asco. Aquel que dijo que las mujeres habían nacido para sufrir, no se equivocó. Ni el más bravo de los hombres podría soportar ni siquiera la mitad de la basura que una mujer tiene que soportar a lo largo de su vida. Lo mío era el colmo del patetismo. Pero así soy yo. Obsesivo y maricón.

Salí del departamento hecho una furia. La gente parecía feliz. Seguramente todos se habían echado un buen cago antes de salir a caminar. Hijos de puta. Los odié. Ninguno andaba rascándose el culo como un linyera o escarbándose el ojete intentando pescar algo de mierda con la uña. Hacía calor y me sentía hinchado. Obeso. Finalmente me había transformado en la famosa Gran Bola de Mierda. ¿Qué le había pasado a mi aparato digestivo, por Dios? Durante los últimos veinte años el mate había sido mi gran aliado en momentos semejantes. Sin embargo esta vez, por más que chupara y chupara el alivio no llegaba. Tenía que intentar otra cosa. Descubrir una nueva manera de abrirme camino en la vida.

Llegué a Farmacity y recorrí las góndolas hasta dar con los chicles laxantes. Lo impersonal de todo ese sistema de comercialización es ideal para estos casos. Una cosa es agarrar los chicles laxantes como quién agarra un paquete de fideos en el supermercado, y otra muy diferente es tener que enfrentar a un desconocido y “pedírselos”. Aún con mi honor intacto salí de ahí, y me metí tres chicles en la boca. Eran de menta y los mordí con la violencia de un psicópata una y otra vez en el camino de vuelta a casa. Ahora solo restaba esperar a que la magia se produjese. Al cabo de tres horas, ya no me quedaban chicles, ni esperanza. Me sentí estafado por la industria farmacéutica. Tan difícil era hacer cagar a la gente?

- ¿Mirá si termino como Maurice Gibb?

- No seas ridículo. ¿Qué querés cenar?

- No puedo cenar! ¿Estoy repleto de mierda hasta acá y pretendés que cene?

- No podés estar sin comer

- Lo que no puedo es estar sin cagar. Me estoy volviendo loco. Ya no sé qué hacer. Me quiero matar.

Me tiré en el sillón con el aire acondicionado a cuatro mil e intenté calmarme. Esto tenía que pasar. Era simplemente una crisis. ¡Cómo podían vender esos chicles! ¿Acaso nadie controlaba nada en este puto país? Quizás, sin darme cuenta, había terminado siendo víctima de la mafia de los medicamentos. La piedad no existía y las putas eran travestis mal afeitados. Todo se estaba yendo al carajo y yo estaba a punto de rebalsar de mierda, como el Congreso y la Casa Rosada. Mi cuerpo tal vez, estaba asimilando décadas de frustración y estafas, y simplemente ya no daba más. Se le había acabado la capacidad de reciclar, de transformar la mierda en nutrientes. Me estaba pudriendo por dentro.

Esa noche, rebosante de buenas intenciones, la flaca se me acercó y empezó a besarme y a acariciarme como lo hacen las mujeres cuando quieren echarse un polvo, pero me la saqué de encima.

- Mirá que sos desagradable – me dijo

- Me siento desagradable!

- Dejá de pensar en eso. Ya vas a ir al baño.

- Mirá, no hablemos más de “eso”. El tema ya está instalado, pero no lo hablemos. No es algo que me guste hablar con vos. Ni siquiera puedo tirarme un pedo delante tuyo y estar hablando de que si cago o no cago, no me parece. O sea… en la medida de lo posible mantengamos el glamour.

- Estás totalmente loco – me dijo antes de darse vuelta – te pasás todo el día hablando de tus ganas de cagar y ahora me pedís que mantenga el glamour. Andá a cagar!


“Hija de puta”, pensé antes de dormirme.
Me desperté con una sensación rara en los labios. Me ardían. Fui hasta el baño y cuando me miré en el espejo me quedé petrificado. Dos ampollas enormes habían transformado mi boca en una masa deforme e irregular. Tuve que tener cuidado al lavarme los dientes para evitar rozarlas, porque el dolor hubiera sido insoportable. Aquellos herpes eran la manifestación de mi problema. Las toxinas habían comenzado a actuar. No había dudas, mi cuerpo estaba padeciendo su propia tragedia de Chernobyl.

- Analía! – grité

- ¿Qué te pasa?

- Levantate, mirá

- ¿Qué pasó? – la escuché decir quejosa, mientras se acercaba - ¡Dios Santo, qué te pasó en la boca?! – me dijo espantada ni bien me vio.

- No sé, no sé, debe ser el estómago.

- Por Dios, mirá cómo tenés esa boca

- Me duele, me arde, me pica, creo que tengo fiebre

- A ver – me tocó la frente – me parece que sí. Metete en la cama que ahora te llevo el termómetro.

- Traeme algodón y alcohol para los labios

- Está bien. Andá.

Me metí en la cama y la esperé entre escalofríos. Al rato apareció con el termómetro, el algodón y el alcohol. Me puso el termómetro bajo el brazo, mojó un pedazo de algodón con alcohol y me lo pasó. Inmediatamente lo apoyé con suavidad sobre las ampollas. Vi el cielo, lo vi a Dios, lo mandé a la mierda y cerré los ojos.

- ¿Te duele mucho?

- Horripilante

- Mirá cómo tenés… a ver. – miró el termómetro y me dijo – Treintaiocho y medio. Voy a llamar al médico.

- Pará, pará. No llames a nadie.

- ¿Vos estás loco? Ayer te comiste treinta chicles laxantes, hoy amanecés así y no querés que llame a un doctor. Mirá si estás intoxicado.

- ¡No son los chicles! ¡ES LA MIERDA!

- ¡LO QUE SEA! ¡NO MEIM – POR – TA!

Era inútil, así que no dije nada más y me quedé ahí mojándome los labios con alcohol, lleno de mierda y con treintaiocho y medio de fiebre. La escuché hablar con los de la obra social. Solo les dijo que tenía fiebre. “Menos mal”, pensé. Estaba incómodo y me sentía asqueroso. Recordé aquel documental que mostraba a un montón de gente deforme bajo el impostado título de: “Gente Única”, y traté de entender qué les impedía volarse la cabeza. El Hombre Planta por ejemplo, era un tipo al que no paraban de crecerle hongos en la piel. Los hongos le cubrían todo el cuerpo, los brazos, las piernas, la cara, la espalda. ¡Probablemente los huevos también! Y no eran hongos comunes y corrientes. Esas cosas se desarrollaban como enredaderas fibrosas que terminaban en largos colgajos lanudos, inhabilitándolo prácticamente para cualquier cosa que quisiera hacer. El pobre fumaba y fumaba mientras lo filmaban como a un fenómeno. Quizás, al final, con un poco de suerte, una ceniza inquieta terminara liberándolo de aquella tortura. Había otro, un mejicano, que pesaba quinientos kilos y vivía postrado en una cama, que a la vez estaba instalada en la caja de una camioneta, y cada tanto, ahí lo llevaban al gordo a dar vueltas por la ciudad, en su propio “Papamóvil”, como si se tratara de un mesías. Gente Única y un carajo. Pero no hay que asombrarse de nada. Desde hace un tiempo la mentira y el engaño cambiaron de nombre. Ahora nos hablan de “marketing”. Gente Única. ¡Qué hijos de puta! Como sea: ¿Tanto valía la pena mantenerse vivo? Si alguien me hubiera acercado un arma aquel día, con mis herpes, con mi mierda y con mi fiebre, quizás ustedes no estarían leyendo. El sufrimiento es algo muy relativo, evidentemente. Nos quedamos tirados en la cama mirando la tele sin decir más nada. Yo me quejaba, ella me miraba y me acariciaba el pelo. Yo temblaba y ella me tapaba. Como siempre durante los últimos 20 años, yo era el problema y ella la solución. Sonó el timbre. La flaca fue a abrir la puerta a los saltitos y yo me quedé esperando. Escuché la voz de una mujer y cerré los ojos resignado. La vida no me había preparado para esto. Mientras se acercaban a la habitación, también escuche palabras como “herpes”, “constipado”, “incómodo”. La doctora apareció primero. Treinta y pico, rellenita, pelo recogido, interesante par de tetas, en fin, una mujer. Suficiente para que en mi situación, yo me sintiera poco menos que un microbio.

- Hola – le dije con una deforme sonrisa dibujada en mi boca

- Esos labios. Cómo los tenés.

Asentí sin responder.

- Pero es típico de estos casos de estreñimiento. ¿Cuánto hace que no vas de cuerpo?

- Tres días…

- Aja. ¿y tu frecuencia regular es….?

- Diaria

- Veo. Estuviste cambiando la dieta últimamente?

- En realidad no.

- Duele la panza?

- No, pero me siento lleno.

- A ver, levantate la remera.

Me la levanté y la tipa empezó a tocarme y a apretarme el abdomen haciendo caras y mirando para los costados. Yo la miraba a la flaca y noté que estaba tentada. Me tenté yo también. La doctora me miró.

- ¿Te hago cosquillas?

- No, estoy tentado.

- Ah. Me dijo tu mujer que tomaste algunos laxantes.

- En realidad mastiqué algunos chicles laxantes.

- La verdad es que se terminó una caja entera en un día.

- ¿En un día? ¿y aún así, nada?

- Nada, estoy harto.

- Bueno, mirá, yo no siento nada raro, pero algo está pasando. Lo más probable es que sea un bolo, que, bueno, esté obstruyendo…

- Sí – le dije

- No tomes más nada. Lo que te voy a recetar son simplemente unos enemas con agua tibia. Con eso creo que va a ser suficiente. En caso de que la cosa no mejore, entonces ahí yo te diría que directamente vayas a una guardia.

- Ok. ¿Y en los labios me pongo algo?

- Nada. Seguí con el alcohol, pero eso lleva un tiempo. Calculá que todo el proceso puede durar hasta una semana. Paciencia.

“Enemas”, “paciencia”, pensé mientras la flaca acompañaba a la rechonchita hasta la puerta. ¿Ocho años en la facultad de medicina para eso? Vergonzoso. ¿Quién controlaba a estos tipos? Quería remedios, drogas, fármacos capaces de solucionar mis dolencias de manera inmediata. ¿Y qué me daban? Enemas y una dosis de paciencia. Mi abuela habría resultado mejor médica que aquella hija de puta.

- Bueno, me voy a la farmacia.

- ¿Podés creer lo de recién?

- ¿Qué pretendías, qué te operara?

- No, pero al menos me tendría que haber recetado algo.

- Seguramente a un ser humano normal, le hubiera recetado laxantes. Pero ¿qué le va a recetar a una persona que se acabó todos los laxantes de Belgrano?

- Cortala con eso.

- ¿Necesitás algo más?

- No

- Ahora vengo

Me quedé tumbado de costado haciendo fuerza, intentando al menos tirarme un buen pedo, pero nada. Me levanté, fui hasta el baño y me eché una meada sentado, para ver si la cosa reaccionaba. Imposible. Agarré una revista y la sostuve sin leerla. No era capaz ni de leer. Lo único que quería hacer era aquello que no podía. ¿Cómo es que llega uno a estos momentos de la vida? ¿Acaso no debería tratarse de transitar el camino del placer? Estaba delirando. La mierda, de a poco iba invadiendo mi cerebro? Me paré y me miré en el espejo. Una cosa horrible. Recordé aquel verano en el que había tenido que permanecer encerrado durante una semana entera por culpa de los herpes que me habían salido en los labios. En aquella época me los reventaba con una toalla y después ponía alcohol sobre las heridas. Entonces las ampollas se convertían en cáscaras sangrantes en continua descomposición, haciéndome sentir como un leproso. La puerta del baño se abrió lentamente.

- ¿Ya fuiste?

- No, qué voy a ir

- ¿Y qué hacés en el baño?

- Me estoy mirando los herpes

- No te los toques. Lo único que falta es que empieces a auto contagiarte esas cosas. Tomá – me alcanzó la perita.

- ¿Me tengo que meter esto en el culo flaca?

- Y, yo no te lo voy a meter…

- Ya lo sé, pero…

- Lo tenés que llenar de agua tibia, te lo metés y apretás bien fuerte.

- Ya sé cómo se hace, pero me da un poco de impresión. ¿Y si espero un día más?

- No podés ser tan c…., cobarde.

- Ok, andáte y poné la tele fuerte

- No seas ridículo

- Te lo pido por favor! Ponela lo más fuerte que puedas.

- Me voy a la cocina

- No sé. Hacé lo que quieras. Pero ándate.

- Qué loco estás.

- Algún día me lo vas a agradecer. Tomatelas.

Cerró la puerta y me quedé ahí encerrado. Al cabo de unos segundos pude escuchar la televisión a todo volumen. “Y además me voy a la cocina, loco”, me gritó al pasar. Miré la perita roja y sonreí por primera vez en varios días. Las cosas que había inventado el hombre. Sin duda aquella perita le había sido mucho más útil a la humanidad que el cohete a la luna. Abrí el agua caliente al máximo y la mezclé con un poco de agua fría. Fui tocando el chorro hasta dar con la temperatura ideal. Sumergí la perita apretándola y cuando la solté, se llenó y tambaleó pesada en mi mano. “Concha de mi madre”, pensé. Tragué saliva y me senté en el inodoro con las piernas bien abiertas. En la tele Tinelli estaba presentando a Floppy Tesouro… seguramente, bajo las mismas circunstancias, ella no dudaría tanto como yo. La experiencia tiene esas ventajas… Cerré los ojos, apreté las muelas y metí la mano ahí abajo buscando el agujero con la punta de la perita. Izquierda, derecha, arriba, abajo, una, dos, tres veces, hasta que la cosa encajó. Me detuve. Empujé con cuidado. La goma y la piel del orto son texturas que evidentemente no se llevan del todo bien. Pensé en encremarme el ojete para facilitar la entrada, pero no quería perder más tiempo. Me aflojé lo más que pude y seguí empujando. Después de romper aquella primera barrera el asunto entró sin mayores problemas. Fui bien adentro. Tomé aire y sin pensarlo dos veces apreté con furia. Cerré los cantos con fuerza y otra vez llené la perita con agua tibia. Esta vez, mientras hurgaba, mi mano se fue mojando con el agua que drenaba desde mi intestino. Asqueroso. Volví a apretar y a cerrar los cantos. Y ahí me quedé. Sentado. Quieto. Expectante. Sentí un ruido grave en mi estómago. Algo así como un gruñido profundo. La bestia estaba viva. Estiré el brazo al máximo y volví a llenar la perita. Por tercera vez me inundé de agua tibia. Por más que lo intenté solo pude contenerme durante un par de segundos antes de relajarme completamente. Primero fue un chorro grueso y constante de agua. Después una sucesión de gases ruidosos e intermitentes. Al final, la masa dura bajó hasta quedar trabada justo en la salida. “Dios”, pensé, “Mi querido Dios bendito”.

- ¿Estás bien?

- Rajá de acá, la reputísima madre que te parió!

- ¿Necesitás algo?

- Nooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Si una mujer estaba dispuesta a compartir semejante momento con un hombre, o bien ya no lo amaba, o estaba buscando una excusa para dejar de amarlo. No me importaba nada. Dejé la perita en el vide, me doblé y me aferré al inodoro desesperado. Hice fuerza. Mucha fuerza. El dolor fue insoportable, punzante, cruel. Pensé que en caso de terminar preso alguna vez, este trance me sería de gran utilidad. ¿Qué podía ser peor? Si Alien era el octavo pasajero, adentro mío estaba el noveno. “Hijo de puta”, grité pujando, “hijo de putaaaaaaa”. Entonces lo sentí salir y lo escuché caer como un bombazo. El agua me salpicó justo antes de que un chorro de mierda, agua y quién sabe qué otra cosa, saliera despedido entre una andanada de pedos espantosos. Tinelli seguía parloteando ahí afuera donde todo era perfección y fantasía. Estaba agitado. Traté de componer mi respiración y me asomé para ver qué había en el ojo de la tormenta. No voy a entrar en detalles, pero créanme si les digo que nunca han visto nada igual. Como pude, me limpié con cuidado. La sangre carmesí en el papel fue quizás la mejor prueba de aquella odisea. Salí del baño, me acosté y bajé el volumen de la televisión. La flaca apareció como un rayo. Blanca.

- ¿Y?

- Ya está

- ¡Ay qué suerte negro! ¿cómo estás?

- Hecho mierda.

- ¿Te duele?

- Me duele

Se acostó al lado mío y me abrazó apoyando su cabeza en mi pecho. Así nos quedamos un buen rato.

- Estás agitado, me dijo.

- Ya lo sé. Me late todo.

- ¿Quérés que te ponga Hipoglos?

- No

- Ponete vos

- No

- Pero,

- No quiero nada que involucre andar tocando la zona. Vos no sabés lo que fue.

- ¿Querés comer algo?

- Una sopita

Se levantó de un salto y desapareció llevándose toda su energía. En un mundo imperfecto ella se acercaba bastante a la perfección. Me quedé acostado y mientras la gente no paraba de bailar, los ambientes de la casa se inundaban de a poco, de un suave olor a zapallo.

Fin

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