miércoles, 12 de septiembre de 2012

NO ME PREOCUPES

Cuando sonó el timbre estaba a punto de sacar otra cerveza de la heladera. La volví a guardar. Solo los alcohólicos atienden la puerta con un vaso en la mano. De todos modos era inútil tratar de preservar las apariencias frente a ella. Demasiados años y muy pocos secretos por develar. Caminé tranquilo y con la misma tranquilidad, abrí la puerta.
- Tomá! – me dijo dándome unas bolsas y su cartera – Correte, no aguanto más – y voló hasta el baño.
“Hola mi amor”, pensé y volví a la heladera, dejando las bolsas sobre la mesada de la cocina. Encendí la radio y me quedé sentado, tomando y escuchando las noticias. Las noticias se habían convertido en una sustancia inocua, en un evento etéreo sin ningún tipo de efecto en la sociedad. La gente estaba harta, y desmoralizada, paralizada y anestesiada. Todos puteaban a Cristina, pero nadie hacía nada. ¿Dónde estaban los líderes? ¿Dónde estaba la oposición? Se suponía que la oposición debía “oponerse” al gobierno, sin embargo nadie sabía dónde se habían escondido Alfonsín, Duhalde, Binner, Carrió, De Narvaez. Una manga de putos, cobardes y traidores a la patria. Porque si bien Cristina era una loca hija de puta, lo cierto es que la yegua, aunque te cagara la vida minuto a minuto, al menos hacía algo con el poder que un 54% de imbéciles le había otorgado.
- Ah, no daba más! Ese subte de mierda, me tiene harta. La gente te aprieta, te empuja, unos hijos de puta! Una pendeja me metió la mochila en la nuca ¿podés creer? Le dije: ¡nena no te das cuenta! Y vos pensás que me dijo algo? Nada! Una conchuda. Dios, estoy muerta.

- Querés una cervecita?

- Por favor. ¿Vos qué tal?

- Bien. Llegué hace diez minutos. Estoy cansado. Tomá – le dije alcanzándole la botellita helada.

- Humm, qué rica que está – dijo después de pegarle un buen sorbo.

- Llamó tu hermana.

- Sí, debe ser por los regalos. Ahí compré todo. Después la llamo. Tenés cara…

- Por la radio. La escuchás y te querés matar. Estos turros ahora salen a decir que la gente puede comer con seis pesos! O sea, seis pesos! En qué país viven? Y la gente. La gente no hace nada. Hay que hacer algo.

- Al pedo negro. Qué vas a hacer? Los partidos políticos ya no representan a nadie y la gente tiene tal quilombo en la cabeza que las cosas les resbalan. No se puede hacer nada.

- Qué se yo. A mi me pone del orto todo esto. Está todo el día hablando por cadena nacional, mintiendo, diciendo pelotudeces. Y la aplauden como si fuera Einstein.

- La aplauden porque roban con ella.

- Por lo que sea, pero la aplauden y se nos cagan de risa en la jeta y no pasa nada.

- Qué querés comer?

- Cualquier cosa.

- Puedo hacer unas tartas.

- Una que sea de jamón y queso.


La dejé en la cocina y me fui al living. Sabía que estaba mal. Lo sentía. No era nada físico, más bien un estado general de hastío. Estaba abrumado. Me sentía impotente y estaba harto de ver lo que le estaban haciendo al país. Sabía que no podía hacer nada, como decía la flaca y eso me ponía peor. La democracia era una gran pelotudez. Tenía demasiados vericuetos imposibles de comprender por el común de la gente. La democracia era una trampa diseñada por burócratas y abogados. Mientras cambiaba de canales hipnotizado por el bombardeo de imágenes, recordé el entusiasmo adolescente de aquel 1983 y me pregunté ¿qué había sido de todo aquello? Dónde habían quedado las esperanzas, las ganas de creer que era posible vivir en un país mejor? Había sido un año inolvidable, sin dudas irrepetible. Vivíamos en estado de excitación permanente. Salíamos eyectados del colegio y nos juntábamos en Babieca a tomar cerveza y a discutir de política durante horas, cuando ni siquiera teníamos edad suficiente para votar. Eso no importaba. Podíamos hablar y decir lo que pensábamos en público, aunque fuera una pavada o una utopía. Aunque no comprendiéramos cabalmente sobre qué estábamos discutiendo. Lo verdaderamente importante era la sensación de estar atravesando un momento histórico. Todos estábamos ilusionados con lo que estaba a punto de suceder. Habíamos descubierto una ranura a través de la cuál era posible entrar en contacto con el mundo adulto. Demasiada información: dictadura, desaparecidos, guerrilla, tortura, censura. Hasta no hacía demasiado tiempo atrás, había hombres y mujeres dispuestos a matar y a morir por sus ideales. El nuevo futuro sería nuestro y no queríamos perdernos nada en el camino. Coleccionábamos las boletas electorales de los diferentes partidos y cada vez que podíamos nos íbamos a escuchar algún discurso de Alfonsín. Y cuando el tiempo no nos daba, corríamos a mi casa para sentarnos frente al televisor, mientras mi vieja nos llenaba de Coca Cola y empanadas de carne cortadas a cuchillo. Fumábamos, gritábamos y festejábamos como fanáticos, como presos a punto de recuperar la libertad. Después nos quedábamos escuchando música y siempre terminábamos en silencio mientras Raúl Porcheto, como un gurú cantaba: “Che pibe, vení, votá”.
Pero eso se había esfumado. La Argentina se había convertido en un agujero negro que como una enorme aspiradora trituraba toda posibilidad real de cambio. La burocracia política, la corrupción y la falta de alternativas nos habían transformado en una nación sin rumbo, en un barco a la deriva comandado por una loca sucesión de incapaces. ¿Cómo habíamos sido tan irresponsables? Me sentía viejo, deprimido y seco.

Me levanté y volví a la cocina.

- Dejá todo. Vamos a comer afuera.

- Qué?

- Vamos a comer afuera.

- Pero ya empecé a hacer los rellenos.

- Necesito que vayamos a comer afuera. Me estoy muriendo acá adentro.

- Estás loco?

- Puede ser, pero necesito salir. Tengo la cabeza partida, los huevos rotos, estoy aburrido. Es viernes y me quiero ir a la mierda un rato. Tomar aire, caminar por ahí.

- Qué te pasa Manu?

- Abrazame – y la abracé – Abrazame!

- Tengo las manos sucias!

- Qué carajo me importa! Abrazame!

- No me grites!

- Abrazame!

Nos miramos sin decir nada durante unos segundos. En ese momento sentí que cualquiera de los dos podía matar al otro. Hacía mucho que no nos reíamos, que no salíamos, que no hacíamos algo diferente a lo que siempre hacíamos. Trabajar, comer, dormir y coger. Puede sonar suficiente y quizás lo sea, pero no parecía tanto en aquel momento.

- Perdoname – le dije

- Qué te pasa?

- Estoy loco.

- Eso ya lo sé, pero qué te pasa?

- No sé, quiero salir, estoy… no me hagas caso. Te amo flaca. Abrazame.

Esta vez me abrazó y le di gracias a Dios por esa mujer. Sin ella seguramente estaría muerto o encerrado. Olí su pelo y la apreté fuerte para sentir su cuerpo aún nervioso.

- Estás bien?

- Estoy mejor, pero no estoy bien, ja…

- Quedémonos en casa. Comamos acá y después nos tiramos a ver Dr House, que nos quedan un par de capítulos. ¿Querés que haga una picadita?

- Yo la preparo.

Mientras cortaba el queso y ponía unas papas fritas en la mesa noté que la radio estaba encendida pero las noticias habían sido reemplazadas por música. La flaca siempre escuchaba música. Todo el día. Como antes lo hacía yo. De hecho estaba cantando y bailando mientras preparaba las tartas. Sonreí. La vida para ella era una experiencia simple y feliz. Cuando estábamos de novios, durante unos meses habíamos sido disc jockeys en fiestas y casamientos. Nos divertíamos aun cuando no ganáramos un centavo. Pasar la noche juntos tomando tragos y haciendo bailar a la gente era suficiente para los dos. Llegar al amanecer, guadar los equipos, acostarnos exhaustos y hacer el amor sin dudarlo un segundo, era nuestra hermosa rutina. Sabía que ella todavía se aferraba a aquella magia día a día, mientras yo divagaba en mis tribulaciones inconformistas e inmaduras. Sería tan fácil volver al lugar del que en algún momento me había alejado. Muchas veces me levantaba en el medio de la noche preguntándome, dónde estaba. Pero a pesar de intentar remontar mis huellas, nunca podía llegar al instante de desprendimiento. Un eterno transcurrir. La flaca en cambio era una experta en disfrutar el presente. Era madura, realista y sabía perfectamente quién era. Yo la admiraba por eso, aunque me sintiera imposibilitado de poder imitarla.

Nos sentamos, brindamos y nos concentramos en la picada mientras las tartas se cocinaban en el horno.

- Mañana podemos ir a San Benito – me dijo – nos vamos caminando, te parece?

- Buenísimo. Compramos un Lemonchelo, unos quesitos…

- Y si tenemos tiempo vamos a misa…

- No me hagas ir a misa. Vamos, nos metemos ahí un rato, pero no me quiero fumar una misa. Toda esa parte que empiezan a besarse, me da un poco de asco.

- Jajaja, qué loco estás!

- Tengo razón.

- Si vos lo decís.

- Después quiero buscar algo para leer. Estoy con ganas de leer algo, pero no sé qué.

- Pero qué querés? Una novela.

- No, una biografía. Quiero ver si aprendo a vivir.

- Jajaja, no te preocupes, no te hagas mala sangre.

- Ya lo sé.

- Entonces?

- Se me hace difícil.

- Al cuete Manu. Mirá todo lo que tenemos. Disfrutá. Sé feliz.

- Soy feliz.

- Sos feliz?

- A veces soy feliz. Vos me hacés feliz. Pero después hay cosas que me invaden. Cosas que no controlo, pero que no puedo dejar de lado. Cosas que me indignan. No quiero empezar. Vos ya sabés cómo es.

- Ya lo sé.

- Me siento inútil, entendés? Me quejo y no hago nada.

- Qué querés hacer? Qué más querés hacer? Trabajás como un burro. Llegás a casa hecho una piltrafa, cansado. A veces te hablo y estás en otro mundo. Vos pensás que tenés energía para “hacer” algo realmente? No te enganches. No vale la pena. Es así. Siempre fue así.

- No sé si tengo energía. Ese no es el tema.

- ¿Y cuál es el tema?

- Que algo hay que hacer. No siempre fue así. Hubo un momento…

- Me agotás – me cortó en seco – Viví el presente. Date cuenta que “ese momento” ya pasó y no va a volver. Y mientras esperás que el otro vuelva, se te está yendo este.

Se paró y fue hasta el horno. Sacó las tartas, las cortó y trajo varias porciones a la mesa. ¿Qué podía decirle? Las verdades de Perogrullo, después de todo no dejan de ser verdades.

- Mirá – me dijo – yo no quiero que hagas nada. No quiero que te metas en nada. No quiero que te metas en política. La política es una mierda y para colmo ésta gente es muy hija de puta. ¿Vos no ves lo que está pasando?

- Pero vos hablás como si yo fuese a postularme a presidente! Hacer algo puede ser otra cosa.

- ¿Qué cosa? ¿Vas a empezar a militar a los 45 años? ¿Vas a salir a pegar carteles? ¿Vas a ir a un comité a discutir de política?

- No sé.

- Entonces despertate. Yo necesito que vivas esta vida, que estés acá. Ya somos grandes. Tenemos una hija que está en la facultad y vos seguís preguntándote el sentido de la vida. Este es el sentido de la vida. Estar juntos, querernos, tener una casa, una familia, tener un trabajo.

- Ser egoístas.

- Sí, obvio! También ser egoístas. Es más, ser egoístas es lo más importante de todo. ¿Qué carajo te importa si Cristina va o no va por la reelección? ¿Si Moreno te deja o no comprar dólares? ¿Si abren o cierran las importaciones? ¿Qué te importa? Para eso están los políticos. Si ellos no hacen nada ¿qué vas a hacer vos? Ellos son los más egoístas de todos. Ahora están desaparecidos. En lugar de salir a defender todo lo que esta mina se lleva por delante, se hacen los desentendidos. ¿Me hablás de egoísmo? Vas a ver el año que viene cómo empiezan a decir estupideces y a rasgarse las vestiduras y a llenarse la boca hablando de la libertad y de la democracia para junar votos. Eso es egoísmo. Y vos te hacés problema? No sé, yo no te puedo ver así. No sé qué hacer.

- No te preocupes.

- No me preocupes.

Comimos sin decir mucho más. Después lavamos los platos y después del después nos metimos en la cama. Ahí siempre las cosas parecían más sencillas. Las soluciones parecían estar más a mano y el mundo resultaba un poco menos cruel. Los dos últimos capítulos de Dr House no me parecieron tan buenos, pero en realidad estaba enojado por el final de la serie. Últimamente parecía que todo lo bueno se estaba terminando. Tomé una pastilla para dormir, y mientras me desvanecía sonreí pensando que en unas horas estaría frente a la pantalla de la computadora leyendo los diarios.

fin

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