domingo, 13 de junio de 2010

ADOLFO

ADOLFO

Acabo de bajarme toda la colección de CDs de Peter Wolf y eso me hace feliz
Uno a uno los estoy escuchando y eso me hace feliz
Todavía saboreo el vino de la cena y eso me hace feliz
Sé que en un rato voy a estar haciendo el amor y eso, me hace feliz

Ayer solucioné el asunto del amplificador y ahora todo suena como tiene que sonar. Pero no fue tan fácil llegar a la perfección sonora. El tipo que me vendió los equipos tenía algún problema. Supuse que tenía algo que ver con su mujer. Una rubia teñida y culona, desesperada por llamar la atención. Una grasa. Una de esas minas que suponen que todos los hombres del planeta desesperan por pasar una noche con ellas. Te miran fijo a los ojos mostrándote las uñas largas y pintadas de algún color llamativo, mientras mueven ridículamente la boca al hablar. Ja, ja esto, ja, ja aquello. Pero el tipo tenía un problema. La primera vez que lo ví, estuvimos hablando por más de media hora. Él explicándome en detalle los beneficios de cada uno de los artefactos y yo acosándolo con preguntas dignas de un analfabeto. “¿Cuál es el positivo y cuál es el negativo, el negro o el rojo?”. “¿Qué es la impedancia?”, “¿Y los watts del amplificador no serán muchos para mis baffles?”. El tipo respondía y respondía sin quejarse, atento a cada pregunta, como si yo fuera el único cliente con el que se hubiese topado en su vida. Me hizo sentir importante. “Mierda”, dije, “Acá mi plata vale”. Me sentí como debe sentirse Rockefeller o Gates. Un magnate. Un jeque árabe a punto de comprar su nuevo yate, su nuevo helicóptero, su nueva pirámide. En fin, un cliente. Le dije que volvería al otro día y así lo hice. Y mientras iba caminando por Cabildo entre toda esa gente asquerosa que camina por Cabildo, esquivando miles de asquerosos vendedores ambulantes con sus asquerosas alfombras repletas de asquerosas chucherías, pensaba “¡Qué gente de mierda!” “¡Yo sí que soy alguien!”, “Estoy yendo a lo de MI amigo, a cerrar un negocio” “¿De dónde salió toda esta basura decadente?”, “Deberían barrerlos”. De pronto tuve la sensación de flotar sobre ellos, de estar por encima de sus cabezas, de estar más allá de ciertas frustraciones. Era como un futbolista gambeteando a la miseria y a la desesperación. Un animal.

Después de un rato llegué a la Galería Los Andes y subí como un modelo masculino por la rampa que me llevaba al local número 33. Ahí estaba él. Mi asesor. Mi Personal Music Trainer. Empujé la puerta, entré y nos miramos. Los dos sonreímos. Y lo saludé.

- ¿Cómo te va Adolfo? – le dije.

Y él se me quedó mirando, aún con la sonrisa congelada en su cara.

- Sí, ¿qué tal? – me dijo asintiendo, moviendo la cabeza como esos patéticos muñecos de torta que tienen un resorte en el cuello.
- ¿Cómo estás? – insistí
- Bien, bien, pero perdoname ¿nos conocemos?

“Este es boludo o se hace”, pensé.

- Eh, sí. ¿No te acordás de mi? Estuve ayer por lo del ampli y los bafflecitos.
- Ah! Disculpame! Es que con tanta gente que viene por acá…imagináte
- No, sí, me imagino.
- ¿Te decidiste?
- Sí, sí. Quería redondear un poquito los números y ver para cuándo podías tener todo listo.

Agarró la calculadora, un papelito y empezó a sumar, a restar y a dividir mientras yo lo miraba pensando cómo era posible que no me recordara. “¿Tanta gente entra a este local de mierda?”, pensé. Quizás. ¿Qué podía saber yo?

- Mil doscientos, te puedo hacer
- ¿Ultimo precio?
- ¿Sabés lo que pasa? Los precios que publicamos ya tienen descuentos. Mirá.

Entonces abrió una carpeta llena de folios con hojas repletas de precios y anotaciones. El tedio adopta infinitas formas…

- ¿Ves? Precio de lista $490. Y te lo estoy dejando en $460. La mezcladora de $300, te la llevás a $250. Los precios ya están tocados.
- Ok. ¿Y cuándo tenés todo listo?
- Veníte el Viernes.
- Buenísimo.

Nos dimos la mano y salí de ahí con el presupuesto y el placer de haber cerrado el asunto. Mil doscientos no estaba mal. Mi amplificador ya no funcionaba y si no volvía a escuchar música pronto, estaba seguro de que iba a enloquecer. Volví a casa caminando por Ciudad de la Paz para evitar la decadencia del Cabildo y ni bien llegué abrí una cerveza.

- ¿Estás contento? – me preguntó la flaca
- Feliz – le respondí.



El viernes fue un día casi imposible de liquidar. Interminable, difícil, enredado, largo. En lo único que pude pensar fue en mi nuevo amplificador, mi nueva reproductora de cd, mis bafflecitos y mi nueva mezcladora. Necesitaba conectarlo todo. Ver sus lucecitas azules y rojas encendidas. Elegir un primer CD y subir de a poco los volúmenes para impregnarme de música. Hermosa música del demonio. Si había algo dentro de la historia de la humanidad que realmente valía la pena, eso era la música. Cuando salí de la oficina me metí en el auto y aceleré sin parar. Los semáforos no importaron. Los límites de velocidad tampoco. Ninguna vida que se hubiera cruzado en mi camino, hubiera sido lo suficientemente valiosa como para hacerme apretar el freno. Nada podía interponerse entre aquellos objetos y yo. Su dueño. Poseer, poseer y poseer era lo único que me importaba. Los bienes nos hacen bien. No hay dudas. Nadie es infeliz solo por tener. Llegué. Estacioné. Bajé del auto. Subí la rampa. Volví a llegar. Abrí la puerta del local. Entré.

- Adolfo ¿cómo estás?
- Hola buenas tardes – sonrió - ¿qué andás buscando?

“¡Hijo de puta!”, pensé. “¡Hijo de una gran puta!”. “¡Vos y la puta de tu mujer con sus labios de chupapija!”. “¡Hijo de mil putas!”. Pero no le dije nada. No podía. Él (el maldito hijo de una gran puta), tenía lo que yo quería. Entonces sonreí mientras el sudor asomaba por mi espalda en pequeñas dosis húmedas de odio. Profundo y sincero odio.

- Yo estuve el otro día por el ampli y la mezcladorita ¿te acordás?
- Ah, sí disculpame, disculpame. Pero sabés que no tengo nada. Hoy se llevaron todo. Yo pensaba que con lo que me traía el proveedor el Miércoles, tiraba hasta hoy, pero ayer fue como si pasara la langosta. No me quedó nada.
- ¿La langosta? (“la concha de tu madre, me cago en vos y en tus langostas del orto”)
- Sí. Te pido mil disculpas, pero yo pensaba que me iba a quedar lo tuyo, pero se llevaron todo.
- Está bien, no te hagás problema (“la puta que te parió”). Decime cómo querés hacer. ¿Paso mañana?
- No, mañana imposible. De hoy a mañana no me traen nada. Pasáte el lunes a eso de las siete de la tarde.
- ¿Pero vas a tener todo? (“¡el lunes! ¡cornudo hijo de puta!”)
- Todo, quedate tranquilo.
- Acordáte. El ampli, la mezcladorita, y
- Y la reproductora de CD!
- Y los bafflecitos (“¡pelotudo!”)
- ¡Eso mismo! ¡Los bafflecitos! ¡Quedate tranquilo! Pasá el lunes.
- A eso de las siete
- Ahí está

Lo único que puedo decir es que mientras volvía a casa experimenté por primera vez en mi vida algo muy parecido a la depresión. La gente no servía para nada. La palabra no tenía valor. Los compromisos estaban para ser pisoteados, cagados y meados encima. Las cárceles estaban repletas, pero el mundo seguía lleno de delincuentes. Todos eran culpables. ¿Cuál era el verdadero sentido, la lógica de maltratar a un cliente? ¿No entendían los vendedores que en realidad lo que estaban vendiendo al fin de cuentas eran porciones de felicidad? Quise seguir manejando hasta Barrancas y acostarme en las vías del tren con una nota en mi bolsillo que dijera “fue culpa de Adolfo”. Paré en un chino y compré dos cervezas frías y un vino tinto. Podían intentar privarme de la felicidad, pero jamás lo harían en forma total. La evasión alcohólica es a la felicidad lo que la metadona es a la heroína. Por un instante consideré dejarlo todo ahí y seguir buscando. ¿Quién me obligaba, acaso, a sufrir a costa de un nabo desidioso, incapaz de conseguir aquello por lo que yo estaba dispuesto a pagarle? Sin dudas el castigo físico debería estar legalizado para este tipo de casos. Una vez, cuando compré mi primer auto, me tuvieron esperando cuatro meses, y al final me vi obligado a aceptar que me dieran uno de un color diferente al que se habían comprometido a entregarme. Llamaba todos los días. Gritaba todos los días. Mi presión subía todos los días. Y todos los días terminaba sintiéndome menos que un insecto. A nadie le importaban mis llamadas, mis gritos o mi salud. “Lláme la semana que viene”, era todo lo que me decían, sin demostrarme el menor signo de preocupación o temor. Yo no asustaba a nadie. Ni siquiera a Adolfo, un vejete de mierda teñido de rubio. Evidentemente había fracasado consecutivamente durante los últimos 15 años de mi vida. Daba lo mismo que me comprara un auto o un amplificador. No lograba imponer respeto.

Esa noche me emborraché. Llegué a casa y me emborraché. Había estado dilatando el cambio del amplificador por meses y ahora que me había decidido todo daba lo mismo. No podía tener lo que quería. En la vida los obstáculos simplemente aparecen de la nada. Es como un campo minado y cada tanto, las explosiones te van mutilando el espíritu. Al final terminamos desangrados, apoltronados en algún sillón mirando la maravillosa vida de los otros por televisión. Existe gente así. Personas que consiguen lo que quieren. Personas con verdadero sentido del propósito. Personas fuertes, imbatibles. Con una clara visión de lo que anhelan para su existencia. Otros, simplemente somos el plancton que la marea va arrastrando sin dirección específica. A veces bien. Pero solo a veces.

Cuando terminamos de cenar, encendí un cigarrillo y me quedé ahí sentado mientras la flaca lavaba los platos.

- ¿Pero podés creer que este hijo de puta no se acordaba de mi? Explicámelo!
- Calmate. El lunes vas a tener todo. Ya te lo dijo.
- Sí, pero HOY tenía que tener todo. Y acá estoy. En silencio. Necesito escuchar música.
- ¿Querés que ponga la radio?
- No te hagás la boluda. Sabés a que me refiero. Necesito encender un amplificador que no chille, que no tire interferencias. Simplemente quiero que amplifique. No es mucho lo que pido, y no lo tengo. Quiero escuchar mis discos, mis cds. Quiero volumen. Potencia. Y este hijo de puta me hace ir al pedo, como un boludo.
- ¿Querés un café?
- No. Dame el vino. Te juro que si el lunes no tiene lo mío lo cago a trompadas.

Me alcanzó la botella, me besó la frente y se fue a la pieza. Estaba harta de mí y era comprensible. Hasta yo estaba harto de mí. Tomé el vino y fumé hasta que no quedó nada de nada. Estaba cansado. En el trabajo me estaban matando y yo les daba las gracias. Tenía que hacer algo para escapar de ahí. Renunciar, imposible. Buscar otro trabajo, de ninguna manera. Sería más de lo mismo. Llega un punto en el que todos los trabajos son iguales. Siempre salís perdiendo. Se quedan con tus horas, con tus nervios, con tu humor, con tus huesos y a cambio de eso, nunca te dan suficiente. Lo que necesitaba era un Avatar que fuera a la oficina en mi lugar mientras yo me quedaba tirado en la cama mirando el techo y rascándome los huevos. Mis pobres huevos estaban tan amaestrados que ya ni siquiera se animaban a picar. Cuando me metí en la cama, la flaca roncaba suavemente. Estaba tibia y olía bien. Pensé en despertarla, pero mi aliento me detuvo. Ni siquiera tenía fuerzas para volver a levantarme y lavarme los dientes. Me dormí pensando en Adolfo y a mitad de la noche me tuve que encerrar a vomitar en el baño. La frustración se había apoderado de todo mi organismo y el sistema entero había colapsado. Por el bien de Adolfo le rogué a Dios, que el lunes estuviera listo mi pedido.


Cuando abrí la puerta del local me encontré con un pibe de unos 25 años, morocho, alto y con el pelo cortado a lo Dee Dee Ramone. “Empezamos de nuevo”, pensé. Recordé esa película en la que un tipo queda atrapado siempre en el mismo día. Entonces todas las mañanas llegaba a una cafetería y mantenía la misma conversación una y otra vez, sin que nadie pudiera recordarlo. Respiré profundo y arranqué con mi rutina:

- Hola ¿qué tal? – saludé recorriendo el local con la mirada, tratando de ver si “mis equipos” estaban por ahí tirados.
- Buenas tardes – me dijo Dee Dee - ¿qué necesitas?
- Mirá, yo había quedado con Adolfo en que hoy pasaba a retirar unos equipos.
- Ah… - me miró preocupado.
- ¿Adolfo no está?
- Eh…no…mmm….tuvieron que internarlo de urgencia.
- No te puedo creer ¿qué le pasó?
- Tuvo un derrame
- ¡A la mierda!
- Sí, todo mal
- ¿Y pero cómo está? ¿Está grave?
- Parece que sí. Estaba lo más bien en la casa hoy al medio día hablando con un proveedor y cuando cortó, se desmayó, y bueno, ahí lo internaron.
- Che me dejás helado
- ¿Vos lo conocías mucho? – me preguntó hablando en pasado, como si el pobre Adolfo ya no fuese parte de “este” equipo.
- No, para nada, pero con esto de la compra que iba a hacerle, lo estuve viendo bastante estos días. ¿Pero el sufría de presión, o algo?
- Creo que no, pero andaba medio raro. Se olvidaba de todo, y él siempre había tenido una memoria bárbara, pero acá pensamos que debería estar cansado, qué se yo. Uno nunca piensa estas cosas.
- No, más vale. Bueno, no sé qué decirte.
- Pará ¿vos qué venías a buscar?
- No importa, no te hagas problema.
- Decime, porque hoy nos trajeron mercadería. ¿Vos sos Manuel?
- Sí – le dije extrañado - ¿por qué?
- Hoy a la tarde nos trajeron lo tuyo. Justamente fue lo último que habló Adolfo con el proveedor antes de desmayarse.
- No te puedo creer
- Sí. Pidió que trajeran todo listo y rotulado a tu nombre. Mirá.

Entonces desapareció y volvió con tres cajas de cartón marrón con mi nombre escrito en ellas: Manuel. Saqué el dinero, le pagué y mientras me hacía la boleta me puse a pensar en Adolfo. El tipo estaba internado y su futuro valía menos que un fósforo mojado, y yo estaba a punto de volver a escuchar música en sus equipos. Quizás debería esperar al menos un día para enchufarlos. Por respeto o algo así, pero la idea inmediatamente me resultó una estupidez. Antes de irme revisamos el contenido de las cajas y para mi sorpresa, Adolfo había ganado su última batalla contra los olvidos. “Gracias”, pensé.

Metí todo en el auto y manejé hasta casa muy despacio. ¿Qué le estaba pasando a la gente? Cerati, Lucía Galán, Adolfo. A todos se les estaba reventando el cerebro, como si se tratara de una plaga incontrolable. Y mientras la noche se cerraba en Buenos Aires me puse a pensar en las fotos con las que Adolfo tenía decorado su local. Ahí estaba él con Jesica Sirio, con Beatriz Salomón, con el Pelado de CQC, con Zeta Bosio, siempre sonriéndole a la cámara como se les sonríe a las cámaras. Probablemente su sonrisa nunca volvería a ser igual.

Cuando llegué a casa, la flaca salió de la cocina, me besó y me preguntó:

- ¿Y? ¿volviste a ser feliz?

Entonces le devolví una sonrisa, pero no fui capaz de responderle.

Fin.

2 comentarios:

Craken dijo...

Bueno, bien. Y como uno se connecta contigo?
Anunque.. si tienes a una flaca.. no importa. perdona los errores en el idioma.
Muy interesante guy. lastima acerca de la flaca.

Craken dijo...

La evasión alcohólica es a la felicidad lo que la metadona es a la heroína..
wow..ok!!