jueves, 17 de junio de 2010

VIEJO

El viejo estaba como cada tarde, parado en la esquina de Ramos Mejía y Padre Mujica, sucio y meado de pies a cabeza, moviéndose de atrás para adelante como un péndulo miserable y despojado de toda precisión o belleza. Un muerto en vida, un alma perdida en una ciudad perdida y desalmada. Cada tanto se animaba y se acercaba a la improvisada parrilla callejera repleta de chipas, mientras la vendedora, desconfiada, lo miraba incómoda.

- Dame uno – le rogó él.

- Salí de acá – lo frenó ella.

Intentó hacer memoria pero no pudo recordar exactamente cuánto tiempo hacía que estaba viviendo en ese lugar, donde una esquizofrénica Buenos Aires se tambalea entre la miseria desesperante de la Villa 31 y la indiferente abundancia de Puerto Madero y Catalinas. Escupió un gargajo espeso y se alejó de la parrilla, pero no demasiado. Hacía frío y todos sus trapos estaban húmedos. Sin que lo notara apareció Tino con un tetra en la mano.

- Tomá loco, terminalo.

- Gracias Tinito

- ¡Qué noche de mierda!

- Esta boluda no me da chipa

- ¡Ché negra, jate joder! Largá un chipacito pa´l viejo ¿qué te cuesta?

- Salí de acá vos también.

- Dale

- ¿Pero sos idiota?

- Boluda – murmuró el viejo

- Te escuché, viejo choto

- No te calentés viejo. Al menos tenés el vinito

- Gracias

- ¿Podés creer?, todo el día cuidándole el Mercedes a un choto acá al lado, y viene y me deja un peso. ¡Un peso, viejo! Ocho horas cuidándole el Mercedes y me da un peso. Un peso de mierda.

- Por un peso te doy un chipa

- Por un peso me chupás la pija, negra fea.

- Ja – se rió el viejo.

- Bueno viejo, hasta mañana. No tomés frío.

- Chau Tinito

- Chau puta

- Pelotudo

El viejo terminó el vino y se sintió mejor. El vino siempre lo hacía sentir mejor. Cualquier cosa era mejor que no tener nada en el estómago. Lo peor del hambre no era el dolor, si no la debilidad. El cuerpo se iba alimentando de sus reservas, en una forma de auto preservación, empecinada e inútil, incapaz de eludir lo inevitable. Las fuerzas al final, siempre terminaban agotándose. Costaba mover las piernas, costaba hablar y hasta respirar demandaba un esfuerzo titánico. Sin embargo no era tan fácil lograr que la maquinaria se detuviera totalmente. Su maldito corazón parecía de acero. Un enemigo con una misión abominable: mantenerlo con vida. Volvió a mirar a la negra, sacó un peso de su bolsillo y le dijo:

- Dame un chipa. Ahí tenés un peso.

- Tomá – le dijo la negra sin mirarlo.

El viejo agarró el chipa, lo mordió y empezó a caminar por Padre Mujica para el lado de la estación Saldías. Le pesaban los pies, pero a medida que avanzaba la sensación de entumecimiento fue desapareciendo. Es la sangre circulando, pensó extrañado. Y sonrió, o creyó haber sonreído. Pasó por las cocheras donde los empleados de la estación Belgrano Norte estacionaban sus coches y miró al guardia de seguridad con desprecio. Era un pobre hijo de puta desalmado. En otra época lo hubiera podido cagar bien a trompadas. Cuando trabajaba en el puerto y era joven y tenía una cama caliente y una mujer esperándolo cada noche. La gente cometía siempre el mismo error: suponer que la desgracia era cosa de los demás. Pero la desgracia es como una puta agazapada. Te espera, te sorprende, y una vez que te atrapa, te coge y no te suelta hasta dejarte seco y un poco más pobre. ¿Qué pensaba ese tipo? ¿Qué por tener un uniforme y un machete colgándole de la cintura tenía al destino domesticado? Un hombre nunca sabe cuándo puede cerrar una fábrica. Un hombre nunca sabe cuándo le van a mandar el telegrama de despido. Un hombre nunca sabe cuándo va a dejar de conseguir trabajo. Ningún hombre sabe nada de nada. Ni siquiera aquel sorete que todas las mañanas lo despertaba pateándole los pies que sobresalían de su caja. “Dale, dale, arriba, movete”, le decía, antes de que llegaran los primeros coches. El viejo debía ser invisible ni bien arrancaba el día. Por las noches, cuando las cocheras quedaban vacías, podía volver a ocupar su lugar, pero esta vez siguió de largo, frente a la mirada aguda del guardia que lo vio pasar con una determinación desconocida, nueva, diferente. Cuando dejó atrás el estacionamiento, solo le quedó un paredón de oscuridad por delante. Lo enfrentó sin temor. Conocía cada rincón de aquel lugar a la perfección. Los perros de la Fonda del Ferroviario se le acercaron, lo olieron y salieron disparados cuando les gritó “¡JUIRA PERRO!”. Querían su chipa. Eran como parásitos. Siempre buscando algo que masticar pero incapaces de conseguir su propio alimento. Cuando pasó por debajo de la Autopista Illia vio a dos putitos de no más de catorce años besándose y frotándose escondidos detrás de una columna. Venían de la villa y se dedicaban a chupársela a los degenerados a cambio de cinco pesos. Pero mientras esperaban a los clientes, al menos, sabían cómo entretenerse. Sin dudas el mundo no era el lugar indicado para la gente cuerda. Era demasiado siniestro e insensible. Era una jaula repleta de víboras de cascabel y todos estábamos ahí dentro tratando de evitar ser mordidos. Imposible. Todos resultaban mordidos alguna vez. Y él ya había recibido su cuota de veneno demasiadas veces.
Sabía que no estaba lejos, así que se acercó a la alambrada. Estiró el brazo y siguió caminando. Anduvo casi a ciegas durante unos minutos hasta que dejó de sentir el alambre bajo sus dedos. Era un sistema perverso. El Estado obligaba a los ferroviarios a alambrar todo el trayecto del tren que lindaba con la Padre Mujica para proteger a la gente de la villa, y la gente de la villa terminaba robando el alambre para venderlo y hacer unos mangos. Entonces, sin dudar, puso un pie del lado de las vías. Después, puso el otro. Frente a él, las luces resplandecientes de los edificios paquetes de Avenida del Libertador. A sus espaldas, las casillas apenas iluminadas de la Villa 31. El había quedado atrapado en el medio de aquel laberinto indescifrable por demasiado tiempo. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó tres monedas de un peso. Tres chipa, pensó, y las apoyó con cuidado en el piso. Miró preocupado para todos lados una vez más. Nadie lo había visto. Había vuelto a ser invisible. Por última vez. Se agachó con dificultad, se recostó sobre las vías heladas e intentó rezar. Pero de nuevo la memoria, lo había abandonado.

1 comentario:

Yo dijo...

loco...iba a empezar a repartir gratis por unos libritos berretas de fotocopias con algunos escritos míos, pero ahora no me dan ni ganas...no pensaste en mandar un compiladito a alguna editorial independiente, o repartirlos vos?
posta, escribís muy grosso, y hay una mezcla de distancia con sensibilidad que te jode al leer (como "pooosta, que terrible mierda")y esta muy bueno